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Se da con frecuencia una costumbre absurda que deja ver a un mal profesional de la hostelería que atiende las mesas de un restaurante. Sucede cuando apenas nos hemos sentado a la mesa y a veces incluso antes de haber podido leer la carta, el camarero se acerca y nos dice: ¿qué vino van a tomar? Pero ¡alma de cántaro! ¡No fotis! ¿Cómo vamos a ordenar primero el vino y luego la comida? Cualquiera que esté medio al corriente en estos asuntos, sabe que el vino debe elegirse en función del menú. Fíjense en el siguiente disparate: pongamos que antes de mirarnos la carta, ordenamos un vino blanco. Luego ya en la carta descubrimos que no tienen el pescado que nos gusta y como ya tenemos trastocada la comida, lo mal arreglamos pidiendo una fabada. Fíjense, un vino blanco y una fabada. O pedimos un vino tinto con cuerpo, de una graduación de 14.5 grados para acompañar un delicado rodaballo. Comprenderán que los dos ejemplos son un verdadero desatino.

Conviene aclarar que eso de acompañar un plato con un vino que maride bien, tampoco por eso es siempre coser y cantar. Es verdad que somos víctimas de un absurdo modismo afrancesado cual es tomar vinos blancos con pescados y mariscos y tintos con carnes, sobre todo si además son carnes de caza y nada digamos si de la caza es la llamada caza mayor, aunque de la menor, la liebre también tiene lo suyo, con un sabor y olor profundamente montaraz. Un gastrónomo francés no lo dudará un segundo, pedirá un buen chateâu, quizá un latour.

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En cualquier comida donde se vayan a tomar dos vinos tan diferentes como son el blanco y el tinto, debe de tomarse primero siempre el blanco y después el tinto, jamás al revés. Ahí la cosa es fácil, basta con seguir este orden: primero blanco, luego tinto. El vino y la comida se complican cuando se va servir un solo vino y el primer plato no guarda ni de lejos ninguna relación con el segundo. Pongamos un primero de pescado blanco y un segundo de caza mayor, lo que supone una comida muy desarmonizada. Pero por no exagerar tanto con la caza mayor, pongamos un rabo de toro, aunque seguirá siendo un compromiso intentar abarcar con un solo vino ambos platos. Por esa misma razón, cuando invitamos a comer a nuestra casa, debemos en lo posible armonizar los dos platos, el primero y el segundo. Y nada de comidas complicadas, porque en casa es frecuente servir un solo vino. Hay una opción, claro que sí, consiste en cuidar la graduación. Un tinto de graduación baja puede servir para ciertos pescados azules, sobre todo guisados al horno. Y si el segundo plato es una carne blanca, una codorniz, una ternera en su salsa con una guarnición de puré de patata, un tinto de baja graduación servirá perfectamente.

Si se toma blanco y tinto, deberá haber en la mesa dos copas, una para cada vino. La de vino blanco será más pequeña que la de vino tinto. Algo que conviene saber en el restaurante es el protocolo de cuando hemos ordenado un vino de cierta categoría. Entonces, quien traiga la botella a la mesa, deberá poner una mano por debajo del hueco de la botella (culo) y la otra sujetando la botella por el cuello, entre la faldilla y el gollete para así poder mostrar completamente la etiqueta. Luego, a quien haya ordenado el vino se le debe ofrecer la cata. El catador jamás presumirá de entendido. Quien tal hace no suele ser un experto en vinos. El experto suele ser, o debería serlo, un comensal discreto. Ni en casa ni el restaurante, deberá el anfitrión comentar el precio del vino. Eso es de muy mal gusto.