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Decidí comprarme un terreno en el Viejo Oeste, detrás de las Montañas Rocosas. Era un lugar salvaje, poblado por muchas tribus de indios. Me dijeron que no iba a durar ni un día, que los unos o los otros me darían caza y me cortarían de cuajo la cabellera. Pero entonces yo ya era muy tozudo, y crucé las montañas caballero sobre un asno garañón, con unos cuantos víveres y una cantimplora. Me dijeron también que no iba a llegar a mi destino, que los indios iban a quemarme en una hoguera, atado a un poste, dando gritos como energúmenos y saltando a mi alrededor. Pero llegué. Claro que vi cientos de ojos acechándome detrás de la maleza, intuí arcos tensados dispuestos a clavarme una flecha, pero llegué sano y salvo, sin que nadie me molestara. Lo primero que hice al pisar el terreno que había comprado fue vallarlo como Dios manda, para poner de manifiesto mi acta de propiedad. Lo segundo debió de haber sido lo primero, porque había sudado la gota gorda: construir una acequia hasta el río, para suministrarme agua fresca. Lo tercero fue desplegar los planos que me había hecho un arquitecto amigo mío y ponerme a excavar los cimientos. Mientras lo hacía reía para mis adentros: je, je, allí no vendría a coartar mi libertad ningún inspector del ayuntamiento.

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Cuando tuve la casa levantada y cubierta de aguas me di cuenta de que era enorme. Había pasado tanto tiempo que la línea férrea había cruzado el río por un puente y llegó a la estación un extranjero con un título de novela: «Don Quijote de la Mancha». Pretendía quedarse con la casa, pero vino un indio y lo mató. Lo enterramos en el patio de mi casa, bajo un montón de piedras, con una cruz de madera encima. Puse el libro en la biblioteca y seguí construyendo tan campante. Pero la línea férrea había traído la civilización y vino otro forastero con otro título de novela: «Tirant lo blanc». Decía tener derecho a quedarse con mi casa, pero vino otro indio y lo mató, y a ese también lo enterramos en el huerto. Seguí edificando mi casa y al cabo vino otro viajero extraño con un título de novela, «Robinson Crusoe», y también quería mi casa y asimismo acabó en el patio muerto por un indio. Seguí edificando mi casa y mi biblioteca, y luego vino otro mequetrefe pretendiendo sacarme de ella con el título de otra novela, y vino otro indio y lo mató y lo enterramos, y seguí construyendo mi casa hasta que hubo 100 tumbas en el patio y 100 títulos en mi biblioteca. Entonces me di cuenta de que estaba terminada.