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La casa estaba situada en la parte antigua de la ciudad. Se trataba de un largo corredor que tenía un patio grande en la parte trasera. La pared que separaba el patio de la casa vecina era de piedras unidas toscamente con argamasa y dejaba asomar las ramas de un granado. La casa era sombría, envuelta en silencio, llena de resonancias del pasado, con olor a pozo negro y a aire viciado. Las puertas interiores, barnizadas, tenían cristales de colores, y los muebles, de aspecto sólido, dibujos ensortijados y figurillas talladas. El reloj, sonoro, de esfera nacarada, se asentaba sobre dos ninfas desnudas. Vivían en la casa siete almas en pena y un espectro, el del abuelo Ludo, que a menudo bajaba de la rigidez de los retratos para recorrer habitaciones y pasillos. Podía encerrase en la caseta del retrete común a fumar un cigarrillo en boquilla de plata. Había sido un hombre jovial, amigo de la jarana, que gastó una fortuna en mujeres y vino. Marieta, la hermana de Salustiano, era alta y escuálida. Siempre vestida de luto, para ir a misa se ponía un larguísimo velo negro, bajo el que tenía la palidez de una muerta. Balbina, la mujer de Salustiano, decía que una vez la vio dormir colgando de los pies, como un murciélago. Pero Balbina era un poco ingenua y no se le podía hacer mucho caso. Sin embargo la tía Dulce, que había convivido con ella desde pequeña, aseguraba que, a causa de su afición a vestir difuntos y a velarlos, Marieta se cubría de un plumaje aterciopelado, las noches de luna llena, y violaba tumbas de muertos recientes. Claro que la tía Dulce y Marieta se disputaron durante años un mismo pretendiente, que finalmente se casó con otra, y no se podían ver ni en pintura. Decía también la tía que Marieta iba a veces a misa primera acompañada por el espectro de Ludo y por un duendecillo gesticulante que parecía tonto. El tío Ceferino quitaba hierro a todas estas habladurías y decía que había que dejar en paz a los muertos. Ceferino conservaba cierto cariño por la viuda Mariana. Una vez, el día de año nuevo de 1915, durante un viaje a Barcelona, Ludo y Mariana discutieron y Ceferino consoló a la cuñada, que entonces era jovencita, rubia y con los ojos achinados. Confundido entre las sombras de aquella casa destartalada, Ceferino leía folletines románticos que alentaban en su ánimo aventuras puramente imaginarias. Agustina, la hermana de Mariana, participaba de sus lecturas, cuando no veía la tele. Le gustaban los programas infantiles.