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Sí, lo confieso: no solo he caído en la tentación de leer el último bestseller del verano, «La verdad sobre el caso Harry Quebert», sino que encima lo he devorado en dos tardes a pesar de sobrepasar las seiscientas páginas. En mi descargo podría decir que lo he leído en italiano, por lo que podría fingir que lo he hecho con intención de mejorar mi competencia en dicha lengua, pero con ello correría el riesgo de que mi querida amiga Noemí me desmintiera de inmediato, ya que estábamos juntas cuando lo descubrí, abandonado sobre la última balda del «Raconet del Bookcrossing» de la escuela en la que ambas trabajamos, y sabe perfectamente que no había ningún ánimo de mejora por mi parte, sino pura y simple curiosidad malsana.

2 Que soy un ratón de biblioteca lo sabe cualquier que me conozca o que se haya asomado alguna vez a esta sección. Lo que quizá no sabían es que albergo todo tipo de prejuicios snob hacia los libros superventas, y no me avergüenzo de ello. El día que lea alguno que aprecie de verdad, prometo cambiar de idea al respecto, pero eso todavía no ha sucedido. Así que, de momento, coincido con Juan Goytisolo, autor de obras maestras tan indigestas como «Señas de identidad» o «Reivindicación del conde don Julián», en que los superventas son «fenómenos literarios, productos que siempre han existido y gracias a los cuales las editoriales pueden permitirse el lujo de publicar textos literarios, y escritores como yo podemos existir». A lo que para rematar añadió: «¡Bienvenida sea la literatura de consumo! Sería de mal gusto si un parásito criticase el cuerpo del que se alimenta!».

Otra indudable virtud de los superventas es acercar la lectura a eso que los periodistas suelen llamar «el gran público». Desde luego, prefiero que la gente lea cualquier cosa, incluso el execrable -por machista y mal escrito- «Cincuenta sombras de Grey», a que no lea en absoluto. Al menos así cabe la esperanza de que algún día lleguen a caer en sus manos «Fanny Hill» (1748) o «El amante de lady Chatterley» (1928), mucho más modernas y divertidas en su planteamiento, además de mejor redactadas que el bodrio pseudoerótico de E.L. James.

Por ahora, el único autor superventas con el que disfruto -¡y no poco, he de confesarlo!- es Agatha Christie, por la cual siento un cariño y un respeto que nada tienen que ver con lo sucinto de su estilo, sino con su inteligencia, capacidad de observación y el intenso amor por la vida que transmiten sus novelas.

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«El médico», que se empeñó en que leyera una compañera de instituto, me pareció plana y previsible, a pesar de sus buenas intenciones. «El código da Vinci» es absolutamente increíble desde cualquier punto de vista y está redactada con el piloto automático. En cuanto a la saga de Crepúsculo, puede me hubiera gustado cuando aún era una pobre adolescente granujienta, pero leída en la actualidad me parece ñoña, aburrida e inverosímil. Para colmo, la protagonista no hace más que «hiperventilar», lo cual me pone muy nerviosa.

El único superventas que he logrado apreciar es la primera entrega de «Millenium» (en la segunda, Lisbeth Salander se pasa de inmortal y la tercera sólo es apta para leguleyos). «Los hombres que no amaban a las mujeres» no solo es entretenida y está bien escrita, sino que los ambientes que describe son evocadores, sus personajes atractivos y la trama cobra sentido al final, como debe ser en todo policiaco que se precie. Únicamente me sobra el afán naturalista de su autor por enumerar todas las veces que la protagonista se ducha o engulle Billy's Pan Pizza (¿product placement?).

¿Que qué me ha parecido «La verdad sobre el caso Harry Quebert»? Pues que, como la mayoría de superventas, apela sin reparos a los instintos más básicos del lector. Una vez más, la víctima principal es una chica joven, atractiva y algo ligerita de cascos, aunque con espíritu de geisha. En la trama hay otra víctima, una anciana que fue asesinada la misma noche en que la nínfula despareció, de la que ni el propio autor parece acordarse. Los adjetivos brillan por su ausencia y, los pocos que aparecen, son siempre los mismos. Por otra parte, los fragmentos de la supuesta obra maestra de Harry Quebert transcritos en la novela son pretenciosos y de una cursilería empalagosa. Para colmo, su desenlace es una incoherente acumulación de golpes de efecto, tan parecida a los complicados mecanismos de orfebrería de Agatha Christie como una traca a un reloj.

«La verdad sobre el caso Harry Quebert» es como comerse una hamburguesa: algo que sin duda apetece, pero de lo que te arrepientes de inmediato… Así pues, habrá que leerla, ¿no? (Al terminar, les aconsejo que la emprendan con algún intrigante novelón de Wilkie Collins: les gustará más y no lleva cebolla.)

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