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Cuando suena el despertador estoy durmiendo a pierna suelta. Son las seis y media de la mañana. Después de la ducha, me meto en el coche con mi mujer y recorremos los 40 quilómetros que nos separan del aeropuerto. Todavía es agosto y hay tantos coches en la carretera comarcal como en la Nacional 2. Me vienen a la memoria las frases oídas a algunos políticos. Tenim una bona carretereta; n'hi ha ben prou! Pegado a las partes traseras de dos camiones y un autobús me doy cuenta de que no n'hi ha ben prou. Cuando llegamos, tras los trámites para aparcar en larga estancia, corremos a facturar con una compañía aérea que se llama Vueling, una que cuando se dispone a «volar»" te desea buen «vueling». Por fortuna el cinturón no suena en el túnel de control de metales, de otro modo nos habrían tenido que cachear, que es un vocablo que debe venir de tocar las cachas. Hemos llegado a tiempo y sentimos una felicidad inmensa.

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Echo un vistazo a los libros del quiosco y me doy cuenta de que ninguno me interesa en ninguna de las lenguas que conozco, y de que hay libros en inglés, francés, italiano, alemán y castellano, pero no en catalán. Me siento a leer en el e-book. Pasa el tiempo y no nos llaman. El cartel de anuncios electrónico pone delayed y retrasado: parece un insulto. Cuando lleva ya una hora de retraso vamos a preguntar si hay para mucho. Uno que tiene una «aplicación» en el móvil dice que el vuelo está cancelado, y que el siguiente también lo está. El empleado dice que no, que sólo está retrasado. El otro dice que a ver si nos van a avisar a las siete de la tarde. El empleado asegura que eso no lo ha visto él en seis años que lleva en el puesto. Nos dan un ticket de seis euros por persona para tomar un refrigerio. Al cabo de otra hora el empleado de los seis años en el puesto está rodeado de gente como el panal de rica miel de Samaniego, al que dos mil moscas acudieron. Ahora dice que el vuelo está cancelado, y que lo mejor que podemos hacer es ir a facturación y buscar otro vuelo. Encontramos billete para las dos y media. Buscamos un restaurante bajo el calor del mediodía y nos dicen con malos modos que no abren hasta la una. Comemos en el aeropuerto esa comida de plástico que suelen servir allí por el doble del importe del refrigerio subvencionado. Cuando al fin salimos el tablero electrónico todavía asegura que el vuelo está retrasado, igual que el siguiente. Ya lleva 5 horas de retraso. La explicación que se nos da consta de una sola palabra: «Agosto».