Hace años trabé cierta amistad con un irlandés. Era un tipo peculiar. Cada noche su mujer y sus hijos contemplaban cómo se emborrachaba, y luego le acompañaban, sumisos, a la cama. Por las mañanas jugaba en la piscina. Solía echar pelotas de pingpong a otro irlandés, mucho más corpulento que él, que las cabeceaba como si fuera un delantero centro y con la carrerilla se zambullía en la piscina poco menos que aullando como Tarzán. No sé cómo se llamaba el otro, pero sé que una mañana le echó una pelota, luego otra pelota, luego una tercera pelota… y luego un huevo. El otro se quedó todo pringado. Esta vez no llegó a la piscina. Me lo contó mi amigo irlandés, que por otra parte era el hombre más religioso que he conocido y que se escandalizó cuando le dije que «got» en catalán era un vaso, porque a él le sonaba como God, Dios, en inglés. Una vez que vino un cura también amigo mío se alegró tanto y le mostró tanto respeto que incluso parecía ser otra persona. Pues bien, otro día el irlandés me habló de las ratoneras. Dijo que había observado que a veces había dos ratones atrapados en las ratoneras. Si los ratones ven a uno de ellos cogido en la trampa, si saben que van a morir en ella, ¿por qué no se van? Muy sencillo, dije yo, porque les gusta el queso.
Les coses senzilles
Porque les gusta
21/04/14 0:00
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