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Hace años trabé cierta amistad con un irlandés. Era un tipo peculiar. Cada noche su mujer y sus hijos contemplaban cómo se emborrachaba, y luego le acompañaban, sumisos, a la cama. Por las mañanas jugaba en la piscina. Solía echar pelotas de pingpong a otro irlandés, mucho más corpulento que él, que las cabeceaba como si fuera un delantero centro y con la carrerilla se zambullía en la piscina poco menos que aullando como Tarzán. No sé cómo se llamaba el otro, pero sé que una mañana le echó una pelota, luego otra pelota, luego una tercera pelota… y luego un huevo. El otro se quedó todo pringado. Esta vez no llegó a la piscina. Me lo contó mi amigo irlandés, que por otra parte era el hombre más religioso que he conocido y que se escandalizó cuando le dije que «got» en catalán era un vaso, porque a él le sonaba como God, Dios, en inglés. Una vez que vino un cura también amigo mío se alegró tanto y le mostró tanto respeto que incluso parecía ser otra persona. Pues bien, otro día el irlandés me habló de las ratoneras. Dijo que había observado que a veces había dos ratones atrapados en las ratoneras. Si los ratones ven a uno de ellos cogido en la trampa, si saben que van a morir en ella, ¿por qué no se van? Muy sencillo, dije yo, porque les gusta el queso.

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Claro que mi amigo otorgaba a los ratones una capacidad de raciocinio que tal vez no tengan. Pero nosotros, los humanos, que sí tenemos cierta dosis de inteligencia, hacemos lo mismo. Muchas veces sabemos que vamos a quemarnos las pestañas en un asunto tremendamente complicado, que a lo mejor dejaremos el pellejo en él, y sin embargo seguimos erre que erre hasta que nos pillamos los dedos. O hasta que morimos. No, no estoy exagerando. ¿Acaso no ha muerto nunca ningún escalador, por muy bien preparado que esté, o por muy bien pertrechado que vaya? ¿No ha muerto nunca ningún submarinista de los que se zambullen a pulmón para arponear un pez que se metió demasiado adentro? Hace años también murió un chico inglés en la orilla, cuando el mar estaba embravecido con temporal del norte. Ocurrió aquí, muy cerca. Estaba jugando con otros jóvenes y se cayó al mar. Emergió muchas veces, porque era fuerte y estaba lleno de vida, hasta que ya no pudo más y no volvió a emerger. ¿Por qué arriesgó la vida hasta perderla? En otro orden de cosas, Van Gogh estuvo pintando toda su vida sin llegar a vender un solo cuadro hasta que se quitó la vida; ¿por qué en lugar de renunciar a la vida no renunció al arte?