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Francesc Ametller es, seguro, un buen alcalde. No es fácil suplir a alguien del carisma de Ramón Orfila, que con la revitalización de los cuarteles convirtió un pueblo de paso en un sitio de parada obligada para muchos menorquines. Y más asumir el mando del Consistorio durante la crisis, en la que se ha erigido en la voz municipalista y, por momentos, en el mayor opositor al gobierno del PP.

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Pero quien reivindica con tanto ahínco la autonomía de los ayuntamientos y su necesidad de financiación frente a otras administraciones no puede caer en la tentación de servirse de un voto tránsfuga para acallar la voz que tanto le molesta en Fornells. Cierto que la Junta Local se habrá perdido demasiadas veces en estériles luchas políticas y que ha dado lugar a espectáculos vergonzantes, como los repetidos desmarques de los miembros de UMe de aquello que opina el edil de su mismo partido y socio de Ametller. Al alcalde podrá disgustarle el talante de quienes están al frente de la Junta, pero no puede tratar de imponer su voluntad a la del pueblo que depositó mayoritariamente su confianza en las urnas al PP. Y ese veredicto soberano, el emanado de las elecciones de 2011, es el que aceptó meses después al aprobar -con su voto- la composición del primer órgano descentralizador que tanto venía reivindicando Fornells. Así que no es la Junta lo que perjudica a los vecinos, sino el desacuerdo y, ahora también, la perversión de su voluntad, que Ametller quiere hurtar con el apoyo de una antigua edil del PP.

Ojalá el electorado pudiera también rebobinar y alterar sobre la marcha el sentido de su voto para no sentirse estafado ni cautivo de su decisión todo el mandato. Pero los contratos, incluso los no escritos que sellamos cada cuatro años en las urnas, están para cumplirse. Y el de Fornells marcaba un claro avance en su autonomía. Puede que no llegue a ser independiente pero, al menos, sí merece tener algo más que una junta de vecinos.