El abuelo Francisco ha muerto hoy. Ha muerto por la mañana, en su habitación de la residencia. Su agonía ha sido instantánea, no ha dado tiempo a que llegara la ambulancia a socorrerle. Hoy iba a ser un día cualquiera y el abuelo Francisco ha dado su último estertor, como lo dieron los pulmones de León Tolstói, hace más de un siglo, en la estación de Astápovo, y quien también y después de otras tantas décadas de encuentros y desencuentros, murió junto a su mujer, tal y como contaba la película La última estación, dirigida por Michael Hoffman y protagonizada por Christopher Plummer y Helen Mirren, aunque sobre esto, sobre la presencia de Sofía Behrs en el último aliento del autor de Guerra y paz, se cuentan distintas versiones: cada uno que elija el final que más le convenga.
El abuelo Francisco era jugador, como lo fue Fiódor Dostoyevski, pareciera así, con estos dos referentes sobre la mesa, que hubiera tenido él alma de ruso, pero en realidad el abuelo era extremeño. Jugaba a la primitiva, a los cupones de la ONCE, al rasca y pierde, al dominó, a las cartas, a la lotería de Navidad, a todo lo que implicara, en definitiva, la remota posibilidad de ganar y la certeza casi absoluta de perder un poco más. Casi no podía sostenerse en pie en sus últimos años, pero se las apañaba para llegar a pasos cortos al quiosco, le volvían las fuerzas a las piernas. Estuvo unas cuantas veces en el hospital antes de morir y consiguió aprender de memoria los números del teletexto para comprobar las combinaciones ganadoras de cada día, que nunca jamás eran las suyas. Su hija, su gran cuidadora/defensora, la que se encargaba de llenar la neverita de la residencia con sus pequeños caprichos, de llevar al día sus medicinas y sus pequeñas batallas, dejó caer tantas monedas en la televisión del hospital que un día decidió perder la cuenta, mirar para otro lado. Perdió también la cuenta de los boletos que le compraba a escondidas después de mucho insistir él, pero no dejó de preocuparse por sus zapatos, cada vez más deformados, o por estrechar con su máquina de coser la cinturilla de los pantalones que cada día le iban quedando más grandes al abuelo Francisco. Era un hombre perseverante y tenía una memoria prodigiosa. Lo recordaba todo, no sólo los números, recordaba también las canciones de su infancia, los refranes de su tierra, los sucesos, recordaba otras miserias, la importancia de tener un buen trabajo y ganarse el pan, eso nunca lo perdió de vista. De pronto se arrancaba a cantar un villancico sin previo aviso y todos guardaban silencio con una sonrisa compartida, y el abuelo Francisco no decepcionaba a nadie, no fallaba en la letra. La memoria era su gran aliada.
A su hija le ha pillado la muerte de su padre en Cuba. Acababa de llegar a La Habana, en un viaje con su marido tan esperado como temida lo era la muerte de su padre en su ausencia. Hay miedos que se cumplen con solo nombrarlos una vez. El dilema de los hijos de ella, de sus dos hermanos, decírselo a ella o no, decirle por teléfono que su padre ha muerto a tantos kilómetros de distancia y que ya no se puede hacer nada. La casualidad, el azar, la ruleta, una vez más, rodeando la vida del abuelo Francisco y, por su cuenta, la realidad se impone: la hija ya se había enterado, su móvil no había parado de sonar en mitad de la noche cubana. La sospecha, la pena por adelantado y las primas lejanas, siempre tan veloces a la hora de los pésames. Así es, puedes pasar días reflexionando sobre una decisión y después, cuando al fin eliges un camino resulta que otros ya han decidido por ti. Nada nos pertenece. La vuelta a casa será para ella como un viaje espacial, a otra galaxia: uno no vuelve nunca a la misma casa cuando ya no está su padre querido.
El abuelo Francisco no ganó más que reintegros. Una vez no jugó, debía de estar en cama, febril, y sus números fijos, siempre los mismos, salieron del bombo en aquella única ocasión. Al menos eso es lo que cuenta la leyenda familiar del abuelo Francisco, también lo contaba él y ya se sabe que su memoria no era de las que fallaba. El abuelo Francisco ha muerto sin comprobar su último boleto, y es que seguro que en su cartera, a buen recaudo, dormita bien doblado algún billete de lotería cuyo sorteo aún no se ha celebrado. No le extrañaría a nadie que esta vez, como una broma privada entre él y el destino, el boleto saliera premiado.