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El día 8 de diciembre de 2013 Tao Hsiao entró junto con su novia en el centro comercial Golden Eagle Internacional situado en la provincia de Jiangsu (China). Serían las tres de la tarde. Primero fueron a la tercera planta para comprar varios pantalones. Luego fueron a la quinta para mirar un bolso. Más tarde bajaron a la primera para comprar un perfume. A medida que subían y bajaban por el reluciente ascensor del centro comercial, Tao se sentía más agobiado. Había gente por los pasillos, en los baños, en el ascensor, en las tiendas, en las colas para pagar, en los restaurantes, en el parking. Por un momento, Tao pensó que los 75 millones de habitantes de la provincia se habían puesto de acuerdo para ir de compras. «Cariño, ¿podemos volver a casa?», le dijo el joven. «¡Qué dices! Si todavía no hemos empezado...», le dijo su novia mientras pulsaba con ansiedad el botón del ascensor. ¡Ping! Planta séptima. De nuevo, la comitiva recibió a la pareja. Había un directorio táctil, una persona vestida de Papa Noel, un árbol de Navidad, unos renos sonrientes. Gente, gente, mucha gente recorriendo los pasillos, mirando los escaparates, tecleando el pin de su tarjeta, llevando bolsas, guardando tickets. Tao estaba muy cansado. Llevaba a su espalda siete bolsas. Eran las ocho de la tarde. ¡Cinco horas dando vueltas por el centro comercial! Su novia se dirigía hacia otra tienda de zapatos cuando Tao le dijo: «Cariño, ¿podemos volver a casa? Son las ocho y estoy agotado». «No, no y no. Todavía quiero probarme otro par de zapatos», le respondió la chica. «¡Pero si tienes tantos que no podrás utilizarlos en toda tu vida», le dijo Tao. Su novia se paró en seco. Giró su cabeza y clavó su mirada en la triste cara de Tao iluminada por las luces navideñas. «¡Eres un tacaño! ¿Cómo se te ocurre? Lo único que quieres es estropearme la Navidad», le gritó su novia. De repente, se hizo un silencio a su alrededor. Parecía como si las pilas del centro comercial se hubieran terminado. Inesperadamente, Tao soltó las bolsas que llevaba a su espalda, se dirigió hacia la barandilla y saltó al vacío. Su cuerpo impactó contra el suelo. Cuando llegaron los servicios de emergencia, ya no pudieron hacer nada por su vida. Un portavoz del centro comercial lamentó el trágico incidente, si bien recalcó que las Navidades podían ser «muy estresantes para muchas personas».

Durante cientos de años la plaza de los pueblos ha sido el centro de la actividad económica, cultural y social. En ella se celebraban ceremonias, encuentros deportivos, ajusticiamientos, desfiles militares, transacciones mercantiles, corridas de toros o representaciones teatrales. Después de la II Guerra Mundial, el desarrollo económico desplazó la importancia de la plaza pública y creó un nuevo espacio privado, el centro comercial, que con el paso de los años se ha convertido en el icono por excelencia del consumismo. ¿Por qué nos sentimos tan atraídos por estos lugares? Se trata, sin duda, de edificios dotados de encanto y seducción que funcionan como una ciudad en miniatura a la que se le han suprimido todas las cosas desagradables: el ruido, el tráfico, la inseguridad, la contaminación o las inclemencias del tiempo. Gracias a la amplia oferta comercial junto con las actividades lúdicas y recreativas, nos transportamos a un mundo placentero que nos aleja de la rutina cotidiana. Entramos en un ambiente ligero y fácil, alejado por completo de los problemas que nos acosan durante el resto del día. Como señala la escritora argentina Beatriz Sarlo, el shopping es una «cápsula espacial» en la que todas las experiencias están a nuestro alcance. Por tal motivo, la compra del producto es un elemento secundario. En realidad, lo que buscamos es que nos escuchen y nos atiendan, en definitiva, sentirnos cuidados y compartiendo experiencias que nos alejan del aislamiento.

El consumismo nos impulsa a realizar nuestros sueños a través de la compra de productos. La novia de Tao Hsiao pensaba de esta manera. Sin embargo, ¿hasta qué punto ello nos va a proporcionar la felicidad? El profesor de la Universidad de Harvard, Robert D. Putnam, constató en el año 2000 que los estadounidenses trabajaban y consumían más que nunca, su renta per cápita era un tercio más alta que en la generación anterior, pero sus índices de felicidad habían disminuido y las depresiones clínicas se habían multiplicado por diez. Entonces, ¿hacia dónde nos lleva este sistema? Quizá sea el momento de recordar las palabras del periodista canadiense Emilie Henri Gauvreay: «Hemos construido un sistema que nos incita a gastar el dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos para crear impresiones que no durarán en personas que no nos importan».