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Cuando, recientemente, alguien (ustedes saben quién) solicitó, a través de su letrado, el indulto por razones humanitarias y evitar así su embarazoso ingreso en prisión, te vinieron a la memoria una palabra y un prolongado recuerdo. Tardaste en descubrir el por qué. El vocablo fue cinismo. Hubieras podido utilizar cualquier otro sinónimo: sarcasmo, desfachatez… ¿El recuerdo? Un hiriente paseo dado por Madrid. Se inició en la Carrera de San Jerónimo. Un Congreso de leones entristecidos estaba siendo reformado. Pero no abran, todavía, el cava. Era una reforma del continente, que no del contenido. Otro juego mental se inició en tu mente: ¿por qué al ver aquellos andamios -todo un símbolo- evocaste las palabras del apóstol en Mateo, 23? A saber: «Sepulcros blanqueados que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de toda inmundicia». Seguiste. Puerta del Sol. Recordaste aquel verano de oposiciones de 1985, de sueños todavía no rotos y de virginales esperanzas depositadas en el nuevo estado democrático largamente anhelado. Lluís Llach tardaría aún en escribir su epitafio: «No és això companys, no és això/ pel que varen morir tantes flors,/ pel que vàrem plorar tants anhels». Contemplando el lugar en el que anida el kilómetro cero te preguntaste cuándo se iniciaría, desde él, la marcha hacia la regeneración ética del país y por qué desagües se habían ido escurriendo esas otras ilusiones, las de un 11-M soterrado, ya, en las hemerotecas de la rutina genocida. Nuevamente las palabras: nunca y lástima.

Seguiste. La Calle Mayor te abrigó con tránsito de gentes que, pese a todo, seguían echándole kinders a la cosa. Te los miraste. Los admiraste. No tomaste una taza de café en la Plaza de igual nombre. ¡Maldita Ana! Preferiste proseguir y detenerte ante la casa centenaria que alojara a Calderón de la Barca. ¿Lo que vivíais podía ser real? ¿O era un sueño? ¿Podía la incultura encarnarse en máximo responsable de la Cultura? ¿Podía la inhumanidad apelar a la humanidad? Segismundo te confesó, desde esas ventanas discretas mecidas por la belleza que los años tejen, que lo suyo era la vuestro: que no era sueño… En un portal cercano, Max Estrella te aguardaba. Cuentan que en él se inició su andadura imaginaria de la mano de don Ramón. Su esperpento, hoy, ya no es tal. La realidad altera y desfigura, aún más, lo que os rodea. Sus luces de Bohemia son otras, peores, ruines y, por ende, exentas de poesía…Con un cansancio no meramente físico accediste después a la Plaza de Oriente. Un discreto monumento a Larra frente al Palacio Real te permitió susurrarle al oído que seguíais en el cementerio; que el pasado era presente y, probablemente, futuro: que los verbos ya no entendían de tiempos, como no fueran de subjuntivo o de imperativo. Un anciano, con vida arada en piel curtida, entonaba la letra de Cambalache. Y te quedaste con parte de la copla: «¡Todo es igual! / ¡Nada es mejor! / Lo mismo un burro / que un gran profesor./ Qué atropello a la razón!/ Cualquiera es un señor,/ cualquiera es un ladrón.../ El que no llora no mama/ y el que no afana es un gil». ¿Razones humanitarias?

Cerraste, casi, el periplo al pasar por el Senado. La herida sangró. Finalmente, Cervantes, el Quijote y Sancho en la plaza de España o en lo que sea ya esto…

Y lo descubriste al fin: ¿razones humanitarias? ¿Razones? ¿Humanitarias? Serían, en todo caso, las que os deberían inducir a la instalación de andamios internos en la Carrera de San Jerónimo; al rescate de la frescura ideológica perdida en los desagües de Sol; a la ética de Segismundo; a la aceptación, únicamente dramática, de los esperpentos; a la inclusión del futuro de indicativo en la vida del país; a la búsqueda de la utopía quijotesca… A esas sí te apuntas… Pero no a las de ese alguien (ustedes saben quién). Porque empiezas a estar harto de tanto cambalache… Porque todos deberíais estar, ya, muy hartos, de tanto cambalache…