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Voy poco a Maó. Cuando llegué a Menorca pensé que Maó y Ciutadella estaban condenadamente cerca. ¿Y no hay nada más allá? El mar. Sí, ya sé, el típico síndrome de los principiantes. Al poco tiempo -unos cuantos viajes al cada vez más lejano aeropuerto fueron suficientes- cambié de idea: la isla se iba expandiendo dentro de mi cabeza como un concepto inabarcable y el trayecto entre los dos puntos nunca más me pareció una sencilla línea recta. El pasado sábado fue uno de esos días en los que emprendí la ruta con toda la planificación que requiere: una manifestación a las doce del mediodía para protestar por esa ley de supuesta seguridad ciudadana con la que intentan amordazarnos era el motivo del desplazamiento, pero la experiencia se convirtió en un viaje en tres dimensiones.

Viajé al pasado. De pronto, en la plaza de la Constitución -qué ironía-, hombres y mujeres de distintas edades y condiciones clamábamos al cielo para no ver, una vez más en la historia de este miserable país que no nos quieren dejar si quiera zarandear con la palabra, mermados nuestros derechos de reunión, expresión y manifestación. Me transporté a aquellos años grises de canciones protesta. El pasado se mezclaba con el presente en esa plaza este sábado de diciembre de 2013 (una fecha que tendría que sonar futurista pero que huele a rancio), con la voz crítica de cientos de personas y el espanto ante una nueva forma de represión que, a base de multas desproporcionadas, sin más sentido que el ideológico y el empresarial -recordemos que familias políticas como la de los Mayor Oreja están metidas hasta el cuello en empresas relacionadas con la seguridad privada y que desde el fin de ETA han visto más que recortados los ingresos en el negocio-, nos quieren imponer para frenar una revuelta inevitable. El miedo, de nuevo, es el arma arrojadiza para proteger y salvaguardar las corruptelas de políticos, banqueros y especuladores financieros.

Protestábamos, en definitiva, para poder seguir protestando, para poder seguir reuniéndonos y tratar de frenar, por ejemplo, desahucios injustos de familias engañadas por un juego inmobiliario que ha hecho ricos a muchos y mendigos a muchos más. Protestábamos para poder seguir charlando en una plaza y pensar qué podemos hacer, entre todos, para que la voz del pueblo no quede diluida entre tanta injusticia. En ese viaje al pasado hubo palabras, aplausos, abucheos a las medidas a las que no quieren someter, a nosotros, la mayoría, para que el pavor a las multas económicas nos deje en casa. No lo conseguirán. Este intento de control antidemocrático lo hemos de frenar los españoles y también los europeos: necesitamos ayuda, que alguien de fuera se dé cuenta del recorte frenético y dictatorial de derechos y libertades con la excusa de una crisis económica provocada por ellos mismos.

También tuve mi particular viaje psicodélico, sin más sustancia de por medio que el té del desayuno. Y es que, hacia el final de la protesta, entre poemas, manifiestos, canciones e indignación por los derroteros que está tomando la situación, apareció Salvador Dalí. No esperaba menos de un genio. Las calles de Maó estaban tomadas por el surrealismo en una performance. El artista derritió el tiempo durante una mañana en la Isla y no estaba solo, homenajes a obras de Joan Miró, Max Ernst, René Magritte, Luis Buñuel y otros autores de este movimiento, cuya vuelta se impone como necesaria en el tiempo incomprensible que vivimos, pululaban por las calles con caras de rana y vestidos de novia, toreros de caracoles o cucarachas gigantes que sacaron de los libros y los museos los organizadores del evento. La ensoñación del sábado se enmarca, descubrí después, en la exposición «Surrealisme ahir i avui», que puede visitarse en la Sala de Cultura de Sa Nostra hasta el 4 de enero y en todo un programa de actividades con conferencias y proyecciones que se encuentra en la página del Ateneu de Maó. El arte, la cultura, la comunicación y la movilización ciudadana dieron, esa mañana de sábado, un respiro a la decadencia en mis pensamientos. Volví a Ciutadella con la impresión de que no podemos quedarnos paralizados viendo cómo se derriten las horas y cómo unos pocos pisotean la dignidad de la inmensa mayoría: «El tiempo», dijo Dalí, «es una de las pocas cosas importantes que nos quedan». Definitivamente, tengo que ir a Maó más a menudo.

eltallerdelosescritores@gmail.com