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Llueve sobre mojado y nunca mejor dicho. El otoño que ahora muestra su peor cara meteorológica se instaló de antemano en el sector de la educación, donde la ilusión del acuerdo en materia tan sensible yace marchita, hace tiempo, junto con las hojas muertas, en algún rincón.

Entre decretos lingüísticos, protestas, dimisiones, profesores expedientados y jornadas de huelga, el inicio del presente curso ha sido uno de los más calientes de los últimos años pero, en dos días, se ha tornado gélido de golpe.

Y es que entre tanto debate ahora encaramos un fallo estrepitoso del factor más elemental y básico, la seguridad en las aulas. Solo la casualidad, la fortuna o la Providencia han evitado una tremenda desgracia en el colegio Calós de Ciutadella, con el derrumbe del techo de dos de sus aulas. Si el suceso hubiera ocurrido en horario lectivo estaríamos ahora informando de víctimas y en pleno lamento colectivo sobre búsqueda de responsabilidades, inspecciones técnicas que no llegaron a tiempo y con el habitual «no era cosa mía», ese baile de competencias que casi ha desplazado al socorrido «vuelva usted mañana» de la Administración y que se esgrime, en plan acusica, cuando llega el accidente y no se sabe bien quien tiene que dar la cara.

Públicos o concertados, lo cierto es que los centros docentes llevan tiempo reclamando más atención para sus instalaciones y la deuda de las instituciones también les ha afectado en su mantenimiento. Primero fue la calefacción, luego las goteras y ahora el desplome. Ni siquiera una obra nueva, como la del colegio Maria Lluïsa Serra, ofrece de momento las garantías suficientes. Y viendo lo que ha ocurrido en Ciutadella, no es extraño el enfado y el recelo de los padres. La suerte no siempre esta ahí, sonriente.