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A finales del siglo XIX, Salomon August Andreé tuvo una idea revolucionaria: alcanzar el Polo Norte en un globo aerostático. Este ingeniero de la Real Oficina de Patentes de Estocolmo consideraba que una expedición aérea eliminaría gran parte del riesgo. Muchos hombres habían intentado alcanzar por tierra las inhóspitas llanuras heladas. Todos habían fracasado. Algunos, incluso, habían pagado con sus vidas. «No, éste no es el camino -pensó Salomon- hay que ir por el aire». Su plan era salir del archipiélago de Svalbard (Noruega), sobrevolar el Océano Ártico hasta el Estrecho de Bering, pasar cerca del Polo Norte y aterrizar en Alaska, Canadá o Rusia.

El proyecto fue recibido con patriótico entusiasmo en Suecia, un país que estaba deseando colocarse a la cabeza de las expediciones polares. Finalmente, el día 11 de julio de 1897 Salomon partió junto con el ingeniero Nils Strindberg y el meteorólogo Knut Fraenkel. Al poco rato las cosas empezaron a ir mal. El fuerte viento tensó las cuerdas de arrastre del globo y provocó que la canasta se balanceara sobre el agua. Los expedicionarios tuvieron que tirar por la borda muchos sacos de arena para evitar hundirse en el Océano Ártico. Sin este contrapeso, el globo comenzó a subir de manera incontrolable hasta los 700 metros. La diferencia de presiones aceleró la pérdida de hidrógeno. La tragedia se estaba avecinando. Después de casi tres días, el globo se estrelló contra un casquete polar. Sorprendentemente, nadie resultó herido. Mientras Salomon contemplaba los restos del globo, se preguntó qué podían hacer en mitad del hielo flotante. Durante tres meses, los expedicionarios recorrieron las tierras inhóspitas en busca de su salvación. A pesar de la valentía y fortaleza de los hombres, todos los esfuerzos fueron en vano. Agotados, sin comida y sin esperanza, la muerte les alcanzó. Treinta y tres años después, unos cazadores de focas encontraron los restos de la expedición. Se habían quedado a 480 kilómetros de su destino. Algo lejos, sí. Pero más cerca que los que nunca lo habían intentado.
Henry Ford solía decir que «el fracaso es una gran oportunidad para empezar otra vez con más inteligencia».

Ciertamente, el éxito se ha convertido en uno de los referentes por excelencia de nuestra sociedad. Se trata, sin duda, de un valor positivo que nos ayuda a perseguir nuestros sueños, fortalece nuestra autoestima y nos brinda pequeñas parcelas de felicidad. ¿Acaso hay algo más satisfactorio que alcanzar las metas que nos hemos propuesto? Sin embargo, ¿qué ocurre cuando fracasamos? Diversos estudios de psicología concluyen que no debemos dejar de lado el aprendizaje del fracaso. En efecto, si vivimos obsesionados con el éxito, podemos acabar desarrollando un miedo a fallar que nos impida desarrollar recursos para hacer frente a nuevos retos. No son pocas las personas que, a lo largo de la historia, han sabido sacar el máximo provecho a sus fracasos. Cristóbal Colón nunca encontró las Indias y nadie se lo echó en cara. Thomas Edison siguió estudiando a pesar de que su profesor le dijo que era «demasiado estúpido para aprender algo». Albert Einstein no habló hasta los cuatro años y tardó tres más en aprender a leer. Walt Disney fue despedido por el editor de Kansas City Star porque «carecía de imaginación y de buenas ideas». Stephen King tiró a la basura su primera novela «Carrie» después de que la rechazaran todas las editoriales. Vicent Van Gogh solo vendió un cuadro a lo largo de su vida y... ¡a un amigo!

La expedición de Salomon August Andrée fue un fracaso que costó la vida a tres personas. Sin embargo, abrió el camino que siguieron otros exploradores en busca del Polo Norte. El fracaso nos enseña a encontrar otras maneras de avanzar. Se trata de una parada en mitad de la carretera para sentarnos en un banco, reflexionar, mirar al horizonte y seguir hacia nuestro destino. Si no valoramos las enseñanzas del fracaso, nuestra posibilidad de aprender cosas nuevas se vuelve casi imposible porque nos acostumbramos a no equivocarnos. ¿Por qué vamos a correr nuevos riegos si, haciendo lo mismo, obtenemos buenos resultados? Cuando salimos de nuestra zona de confianza nos enfrentamos a nuevos retos que nos ayudan a crecer como persona. Es posible que no tengamos éxito. Sin embargo -como decía Napoleón Bonaparte- «el triunfo no está en vencer siempre, sino en nunca desanimarse».