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El PP ha decidido celebrar el segundo aniversario de la victoria del 20-N haciendo lo que mejor se le da últimamente: incumplir otra promesa electoral. Esta vez le ha tocado el turno al poder judicial. A pesar de haber anunciado un cambio en el sistema de elección del gobierno de los jueces, al final ha optado por seguir como hasta ahora y repartirse el control con el resto de grandes partidos.

La diferencia con otros incumplimientos es que esta vez la culpa no se puede echar a la grave situación económica. Es una cuestión de voluntad política, de creerse que uno se presenta a las elecciones para mejorar las cosas y no para perpetuarlas como están. Porque escudarse en que el PSOE hacía lo mismo solo sirve de excusa a los pelotas de la corte.

El Gobierno prefiere jugarse el mandato a una sola carta: que al final de la legislatura se haya logrado reconducir la crisis. Un cambio de tendencia que se presentará como un hito aunque el paro se mantenga en cotas indecentes y la deuda pública haya escalado hasta el 100% del PIB. Por el camino, mientras tanto, se habrá perdido la oportunidad de aprovechar una holgada mayoría en las cortes, autonomías y ayuntamientos para afrontar asignaturas pendientes de otra forma irresolubles.

La determinación demostrada en la reforma laboral e incluso en el rescate del sector financiero (criticable por otros motivos) se ha diluido a la hora de pinchar la burbuja del sector público. Ni el Estado ni las autonomías han afrontado la depuración de sus de gastos improductivos o duplicados. Los ajustes han dependido de la voluntad de cada gobierno, sin que la mala gestión haya tenido consecuencias. Ahora la reforma local se atasca en un entramado de intereses y lleva camino de descafeinarse igual que la ley de unidad de mercado.

Uno puede conformarse con el empate cuando sabe que ha luchado por la victoria, pero si se sale al campo con voluntad de empatar lo normal es acabar perdiendo.