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Veo a Martirio en la tele y me acuerdo de lo que me decía el profesor de matemáticas del colegio no concertado de Valluna: «Ves menos que un pulpo en un garaje con gafas de sol y de noche». Se llamaba don Juan Melare y era más bajito que los ventanales, de modo que no lo veíamos pasar por el pasillo. Tenía la nariz curvilínea como la cornamenta de un toro Miura, o como el mango de un Colt 45 de los que entonces salían en el cine. Su método pedagógico era discutible y completamente ineficaz: cuanto más te aporreaba menos entendías. Entonces las cosas eran así. El maestro te largaba un guantazo y te recordaba que la letra con sangre entra. Pero les aseguro que a mí la letra no me entró así, me entró escuchando los sermones en la iglesia. Había sus más y sus menos, pero algunos curas eran entonces tan bestias como don Camilo, de Guareschi; sin embargo muchos tenían la virtud de ser castellanoparlantes y de expresarse en castellano, con lo que pese al contenido repetitivo de las pláticas aprendías la lengua de Cervantes, y la de Lope de Vega también. Tu lengua en cambio la aprendías en casa. Nunca me dijeron que el catalán de Menorca se podía escribir ni que se trataba de la lengua de Ramon Llull o Joanot Martorell.

Don pirulo era el profesor más al estilo de Guareschi; tenía los brazos como palas y la misma facilidad para sacudirte por un quítame allá esas pajas. Leía, más que recitaba versos de Calderón o de Machado. Aprendí mucho con él: aprendí que cuando le veía venir era mejor largarse con viento fresco, y que cuando no le veía y venía por detrás, a traición, podía partirte el libro de texto si lograbas desviar la cabeza al cuarto sopapo, habiendo encajado los otros tres. Sí, ese era el método pedagógico de entonces. Un amigo mío me dijo que ahora las cosas han cambiado, pero que el método sigue siendo igual de ineficaz. Me dijo que en América a un superdotado le ponen tres profesores como mínimo, y que aquí se los ponemos a un alumno díscolo de los que andan siempre enredando, incluso por el patio. Yo me sonrío y pienso que don Pirulo eso lo arreglaba ipso facto, y sin el más mínimo dispendio, y don Juan Melare lo ponía en el rincón, para hacer compañía al pulpo con las gafas de sol hasta la noche. Milagrosamente, sin embargo, don Pirulo me abrió las puertas de la creación y la fantasía literaria, mientras que don Juan Melare abrió las puertas que separaban las clases aporreando con el puño la pizarra que tenían pintada.