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Si hay algo que desmotiva, en este clima de crisis general, es que quienes aciertan en afirmar que una parte importante de la solución pasa por mejorar la educación limiten el debate y las propuestas a meros parches superficiales. Discutir por dos horas más o menos de matemáticas o de humanidades, por las lenguas vehiculares o por la obligatoriedad o no de religión y educación para la ciudadanía es no comprender -o no querer ver- cuál es el problema de fondo.

Antes de lanzarnos a proponer reformas debemos analizar qué es lo que está fallando con el sistema escolar. El sistema funciona a la perfección, solo que no para lo que creemos que debería servir. Funciona para crear personas obedientes, que no se van a cuestionar casi nada, que aunque se lo cuestionen no van a actuar, que se van a mantener en el lugar que se les asigne sin hacer demasiado ruido y que serán colaboradores necesarios de la perpetuación del sistema. Ése es el objetivo real. Y si no nos gusta ese objetivo no deberíamos ser cómplices de los movimientos reformistas. El sistema escolar no deber ser mejorado ni transformado. Debe ser abolido y reemplazado por otro sistema radicalmente diferente. El primer paso es hacernos conscientes de qué es lo que realmente enseña la escuela. Para ello, nadie mejor que el maestro John Taylor Gatto, que fue profesor durante 30 años pero terminó su carrera con un emotivo discurso en el que decía que lo dejaba porque «no podía seguir haciendo daño a los niños para ganarse la vida». Aún así, él fue un maestro diferente. Se preocupó por conocer a cada uno de sus alumnos y por dar a cada uno aquello que más necesitaba. A muchos los mandaba fuera de la escuela para que hicieran algo más provechoso con su tiempo. Hoy en día se diría que los mandaba a hacer proyectos. Hoy en día no le permitirían sacar a los niños de la escuela. Probablemente le denunciarían, le expedientarían y se diría que es un mal profesor.

Cuando le dieron el premio al profesor del año del Estado de Nueva York, en 1991, pronunció un discurso que posteriormente se publicó dentro del libro «Dumbing us down» con el título «Las siete lecciones del maestro de escuela».

Cuenta que tiene una licencia que le capacita para ser profesor de lengua y literatura inglesa pero que eso no es lo que enseña. «No enseño inglés; enseño escuela; y gano premios por ello».

Lo que enseña(ba) en realidad son estas siete lecciones:

Primera lección: confusión. Porque el currículo tiene una absoluta falta de coherencia y muchas contradicciones. Se enseñan hechos desconectados unos de otros, en vez de enseñar significados. Así que la escuela enseña a los alumnos a aceptar la confusión como parte de su destino.

Segunda lección: posición en la clase. A los niños se les enseña que deben permanecer en la clase a la que pertenecen hasta el punto de que ni siquiera pueden imaginarse estando en otro sitio. Lo que el sistema enseña, pues, es que cada uno debe ocupar el lugar que le corresponde en la pirámide.

Tercera lección: indiferencia. La escuela enseña que nada importa demasiado. Se espera del alumno que trate de impresionar al maestro atendiendo a sus demandas. Cuando el niño está enfrascado en un trabajo y se le obliga a dejarlo porque ha sonado el timbre, el mensaje que recibe es que ese trabajo que estaba haciendo no es importante. Nada en la escuela es tan importante que merezca ser terminado.

Cuarta lección: dependencia emocional. En la escuela hay una cadena de mando a la que los niños deben someterse. Mediante un eficaz sistema de premios y castigos se les convierte en rehenes del buen comportamiento y se les convierte en personas dependientes del juicio que de ellos hagan otras personas.

Quinta lección: dependencia intelectual. Los buenos estudiantes hacen aquello que se les ordena y aquello que se espera de ellos. Los buenos estudiantes esperan a que una persona más competente que ellos les diga qué deben hacer, cómo y cuándo deben hacerlo. Todo el sistema económico de este siglo depende de que esta lección sea correctamente aprendida por todos los niños, para que al crecer sigan esperando las instrucciones de un experto y creyéndose incapaces de tomar decisiones por sí mismos.

Sexta lección: autoestima provisional. Nuestro mundo no sobreviviría durante mucho tiempo si la mayoría de las personas tuvieran una alta autoestima. Así que la escuela se encarga de enseñar a los niños que valen tanto como sus notas escolares y que siempre habrá un experto encargado de evaluarles para determinar su valía. Por tanto, su autoestima es siempre provisional, porque siempre podrá mejorar o empeorar en función del próximo examen, del próximo boletín de notas o del próximo informe psicopedagógico. Quienes no sucumben a este perverso plan son los niños cuyos padres les han enseñado que van a ser amados a pesar de todo lo demás.

Séptima lección: no hay donde esconderse. La escuela enseña que uno está siempre bajo vigilancia. La vigilancia se extiende más allá del horario escolar, pues obliga a los padres a asumir el rol de vigilante a través de los deberes o tareas escolares. El significado real de la supervisión constante y de la negación de la privacidad es que uno no puede confiar en nadie.

Toda nuestra sociedad se basa en que ésta última lección sea aprendida adecuadamente. Por ello la escuela no es nunca reformada ni transformada, por más que cambien las leyes y la terminología.