Pasar de contemplar una mesa de jóvenes tecleando compulsivamente sus artilugios electrónicos en un bar de Oporto a penetrar en el templo de libros de la biblioteca de la Universidad de Coimbra, donde se almacena el saber a través de los siglos, es como vivir en primera persona una alegoría de los nuevos tiempos. «En pocs anys, es convertirà en una tasca de ciclop, per no dir impossible, parlar als estudiants d'Humanitats de cap cosa que no estigui directament vinculada a la seva experiència vital que, com resulta obvi, només posseeix una antiguitat d'entre 18 i 25 anys... Anem cap a l'espectacularitat i la noció d'un temps zero propi de las continues novetats que divulguen tots el mitjans de comunicació massius».
Estas palabras del profesor Jordi Llovet en su celebrado libro «Adéu a la Universitat. L'eclipsi de les humanitats» me vinieron a la cabeza el otro día al pasar de la Sala dos Capelos (aula magna) a la Biblioteca Joanina, en la que el tiempo parece suspendido y los libros petrificados de espanto ante la deriva anti ilustrada de la humanidad, entregada al momento presente y a las necesidades del mercado hasta que, como pronostica el propio Llovet, «tots els estudis s'avindran tant amb la societat que totes les formes de ximpleria que caracteritzen les societats contemporànies, entraran victorioses, a les aules».
Realmente, este abandono de las humanidades, basadas en el estudio reflexivo con perspectiva histórica y en la deliberación, junto con la irrupción de la llamada cultura digital, fragmentaria, fugaz, de distracción permanente y cuyas fuentes son en muchos casos, cuando menos dudosas, nos está llevando a la superficialidad más pasmosa. Y no solo eso, sino que el aparentemente inocuo me gusta, no me gusta de los cliks digitales, lleva aparejada la constitución de un conglomerado de nichos de afinidades en los que uno se resguarda del temporal de contradicciones e inseguridades de una sociedad que resulta hostil a pesar de la apariencia de más contacto que nunca con los semejantes.
Hace unos meses, publicaba en «El País» una tribuna («La feria de las etiquetas» 28-3-13) en la que apuntaba ya esta preocupante deriva del etiquetado ideológico, especialmente virulenta en nuestro país de países así como a la concurrente guerra de trincheras de opinión que imposibilita una cuestión previa de cualquier proceso reflexivo: la disposición a escuchar al Otro sin prejuicios, la presunción sincera de que, por disparatado que pueda parecernos lo que nos están exponiendo, puede albergar parte de verdad.
Insistí aquí hace sólo unos semanas (con perdón por las auto citas pero, para mi estabilidad mental, necesito certificar que llevo una línea medio coherente en medio del barulllo cósmico), cuando hablaba de los «marcos mentales» y la tendencia a votar incluso en contra de los propios intereses, en base a una afinidad («son los míos») y a veces, a pesar de las flagrantes y escandalosas evidencias de corrupción de los propios. En el plano de la «Opinión», esta sección tan rimbombante de los periódicos, el asunto es más grave por cuanto se le supone un plus de seny a quien tiene acceso a uno de esos púlpitos laicos. Lejos de ello, estamos asistiendo a un periodismo de camiseta, en expresión de Lluís Bassets, remedando la imagen de los periodistas deportivos que sudan la camiseta del club del que son hinchas.
Metafóricamente genuflexo en la Universidad de Coimbra rezo a los ilustrados de las estanterías de la Joanina para que beatifiquen (ahora que vuelve a estar de moda), no solo al pensamiento ilustrado, sino también a la Moderación, aquella predisposición del ánimo que nos hace adaptar nuestras ideas a la realidad en lugar de forzar a la realidad para acomodarla a nuestras ideas. Y también al Realismo para observar las cosas y los hechos y las gentes sin ideas preconcebidas, y a una Laicidad que, más allá de connotaciones religiosas, y según Claudio Magris, significa dudar sobre nuestras certezas, autoironía, y desmitificación de todos los ídolos, incluidos los propios. Amén.
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