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Quien calla otorga, y más en política. Callar, esconderse, escurrir el bulto, no es nunca algo inocuo, inocente, en la esfera pública. En función de los casos el silencio del cargo electo transmite sumisión, obediencia, cobardía, falta de criterio, pereza, indolencia, ignorancia o, en el mejor de los casos, prudencia. Pero la prudencia silenciosa en política no se acepta si el pueblo exige explicaciones que merece.

Conscientes de ello, en ocasiones los mandatarios nos regalan actuaciones teatrales en que el presidente de una porción de tierra clama contra el maltrato de una administración superior gestionada por un colega de partido, prometiendo que luchará hasta lo indecible por la justicia universal. Nadie se lo cree, pero queda bien en los telediarios.

En el caso de los expedientes a los tres directores de Maó no hemos tenido ni actuación teatral. Los compañeros de partido menorquines de la consellera del ramo y el secretario autonómico se han limitado a decir que están muy pendientes del asunto, a reproducir argumentos ajenos y excusas peregrinas. Nada. Sus gestiones, cuando las hubo, se cocinaron en la trastienda y sin ningún resultado. Nada. Ante tal atropello, con tantas injusticias a simple vista (como una suspensión cautelar que ya multiplica por nueve el tiempo máximo de la posible sanción), el silencio, la falta de exigencia firme y crítica severa, es intolerable, otro lamentable síntoma de la nociva dictadura de partidos.

Una sindicalista pidió a los populares menorquines que al menos hicieran pasillos, y quizá sí los han hecho para calmar a los padres de un colegio de su pueblo o para frenar otro expediente, pero el peliagudo calado ideológico de este feo asunto supera este margen de maniobra. Triste papel el suyo, más cuando saben perfectamente que callando defienden lo indefendible.