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Les ruego me disculpen si vuelvo a citar en este espacio a mi amigo el profesor Rodel, pero espero que sean tolerantes con mi insistencia si les aseguro que se trata de una de esas personas tremendamente nutritivas cuyo contacto enriquece a quien tiene la suerte de encontrarse con él en el camino. Y en esta ocasión le menciono porque la anécdota de la que pretendo hacerles partícipes me la contó él mismo el pasado verano.

Me refirió la historia de unos conocidos suyosque viajaban en la mítica época del Seat 600, con los niños en el asiento de atrás, la baca rebosante de bultos, el cenicero lleno y el rabillo del ojo puesto en la temperatura del aceite. Iban de vacaciones hacia la costa catalana y les entró el gusanillo a la altura de Zaragoza. Decidieron entrar en la ciudad para buscar un lugar donde matar el hambre (a la sazón no disponían del tripadvisor, y el protocolo consistía en interrogar a algún paisano con pinta de campechano y buen gourmet), y en una de las avenidas primeras que abordaron, notando que sus aceras estaban extrañamente abarrotadas de personal, se alarmaron; la alarma creció cuando se dieron cuenta de que eran los únicos que circulaban en aquel momento por la calzada. En medio del desconcierto que la situación les produjo, observaron a un guardia que les hacía señas tan ostentosas como apremiantes para que detuvieran el vehículo. Así lo hicieron obedientes y al cabo de unos minutos de estupor escucharon por popa ruido de trompetas, tambores y griterío. En el retrovisor comprobaron algo inquietos cómo se les acercaban caballos, camellos, músicos, carros y gentío del más variado pelaje. La comitiva les fue adelantando rozando peligrosamente el vehículo. Apenas un nutrido grupo de paquidermos les había superado por su izquierda cuando se produjo uno de esos parones que acaecen en todo desfile. Quiso la fortuna que delante del 600 quedara ubicado un enorme elefante que tras unos instantes de inmovilidad, inopinadamente decidió recular. Los niños entraron sin mayor dilación en modo pánico: comenzaron a llorar y a chillar completamente espantados. El paquidermo afortunadamente se detuvo casi cuando todo parecía indicar que acabaría sentándose en el capó del Seat. Entonces se produjo el epatante fenómeno: tras levantar la cola delicadamente, el animal comenzó a dilatar su impresionante diafragma más allá de lo imaginable para unos honrados urbanitas como nuestros protagonistas. A estas alturas, el asiento trasero parecía un frenopático, con los niños fuera por completo de control. Sucedió a continuación lo inevitable.

Cuando algunas horas después entraron en una gasolinera para repostar combustible se enfrentaron a una nueva situación comprometida: ¿Cómo explicar convincentemente al empleado que se acercó a servirles la gasolina (y que ahora presenciaba alucinado la performance que se ofrecía a sus ojos) , la verdadera causa del dramático aspecto que presentaba el vehículo?

Desde luego hoy día nos costaría encontrar un gasolinero a quien dar explicaciones, ya que los automovilistas actuales somos tan pardillos que hemos aceptado dócilmente llenar nosotros mismos los depósitos, haciendo incluso dos viajes a la cabina de mandos, uno para indicar la cantidad de gasolina que deseamos y otra (tras trajinar penosamente con la manguera) para apoquinar religiosamente el importe , y todo ello con el meritorio objetivo de hacer ahorrar un pastón en personal al dueño de la estación de servicio, quien a cambio no baja el precio ni un céntimo; pero si tuviéramos hoy que explicar a ese profesional cómo es posible que nos hayan cagado encima impunemente una deuda de nueve kilos y medio desde el Ayuntamiento de Sant Lluís y otra, elefantina (y con metástasis en forma de flecos), conocida como el affaire Cesgardén y cómo, siendo tan descomunales las deposiciones, no se verifica asunción alguna de responsabilidades, si tuviéramos que explicárselo, digo, nos veríamos más apurados incluso que el héroe de nuestra historia.