María, tú me conoces, yo no soy como Quevedo, no le digo a nadie «escoja usted una flor» para denunciar su cojera. Yo hablo las cosas en plata «y es que eso de molestarse en llamar, ¡puf! Considero que no evidenciarse hace más difícil saber quién es el verdugo porque todos tenemos el derecho de manifestar situaciones de este siglo para que sepan nuestros futuros que en esta crisis sufrieron muchas profesiones, algunas de ellas amparadas en la nada», así iban de enfrascadas dos chicas de unos 20 años andando por la acera de una ciudad. El agobio de la conversación era tal que una de ellas salta con una energía nueva «¡mañana me iré de compras a ver si se me disipan las ideas!».
Tal cual iba soltando su frase veías como su rostro cobraba otro color, sonrosado, y sus gestos hacían pliegues en la comisura de los labios, achinándose a la vez los ojos. La entendía, esa frase tenía implícito alivio, una descarga de tensión quedando vacía para llenarse de adrenalina. Como el acto de ir a la peluquería, saber que en el lavacabezas quedarán masajeadas tus penas y alegrías quedando en un estado levitatorio. Y es que tanto ir de compras como de pelu solo puede expresarlo una mujer y en voz alta. Esta reflexión me la hizo valorar mi padre. La manera fue la siguiente: Me levanto a las 7. Y con los pelos arremolinados y equilibrando mi altura por el largo pasillo llego a la meta, la cocina. Miró directamente la mesa de madera y en el centro hay una hoja cuadriculada cortada a jirón y con letra inglesa -donde los rabos de las letras se alargan- y escrito con rapidez -pues me costó averiguar lo que ponía- «mañana me iré de compras a ver si se me disipan las ideas».
Solo pude sentarme delante de mi tazón con leche y cereales, y a cada cucharada pensaba «si que debe estar mal mi padre para escribir esto». Me chirriaba pensar que era eso lo que quería hacer. Pero todo es posible ¡no dicen que todo genio tiene un punto de locura! pero claro él es de números, su cabeza es matemática. En dos minutos estaba hecha un crucigrama cuando abre la puerta, y ya entrando le miro diferente. «Buenos días» dice, respondo «buenos días» -le fijo mi mirada-. Con sus rutinas: abre nevera, saca fruta, al tiempo enciende cafetera. Se sienta enfrente, y pela la manzana. No puedo abrir boca. Solo puedo hablar con mi Pepito Grillo «¡ay! ¡Qué le digo! ¡Cómo empiezo!» Él rompe el silencio: «Nena ¿has visto una nota que estaba encima de la mesa? -Sí. -La escribí para ti, para que escribieras un artículo pues esta frase nunca la diría un hombre. -¡Aaah! Papá, me voy de compras».
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