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Una boda sirve, entre muchas otras cosas, para arrancarle el antifaz a más de uno. Lo comprobé el pasado fin de semana perdido por una masía de El Maresme, cerca de Mataró.

El fandango en cuestión, para que te hagas una idea amigo lector, incluía barra libre tras la ceremonia, durante el picoteo, mientras se sirvió la cena y a la hora del DJ. Normal, entonces, que alguno andara ya muy perjudicado en el brindis de los novios o que, directamente, el 'chin chin' lo hiciera con un gin tonic.

Nunca he sido muy partidario de las bodas. Me parece una ceremonia de plástico, con muchos invitados de plástico y un ambiente de plástico.

Tanto si se hace en una iglesia como en una sala del juzgado, a la gente le da igual lo que dice el orador de turno. Tiquitiquetea con el móvil enviando mensajes o navegando en Internet absorto hasta el «sí, quiero» cuando corre como un poseso para agenciarse un buen puñado de arroz y un copazo.

Los invitados de una boda sirven, básicamente, para subvencionar el cotarro. Con dinero público, privado, negro o blanco. Por eso uno de los mayores quebraderos de cabeza es el de ajustar el número de comensales para cuadrar el presupuesto. O, lo que es lo mismo, definir quirúrgicamente dónde están los límites de la familia y de la amistad.

Por eso, a veces hay invitados de relleno, que pagan más de lo que comen y a los que los novios despachan de una forma rápida con un par de visitas para ver cómo están pasando la noche sin invertir demasiado tiempo.

El derroche alcohólico que viene y va durante todo el acto macera o prepara al invitado para el rato del discotequeo. La actuación comienza suave, con canciones que poco a poco se te meten en el cuerpo.

No te das cuenta y has pasado del típico movimiento discreto de pie al compás de la música a coreografiar la canción tonta del verano. Y de ahí, a ajustarse la corbata en la cabeza y brincar frenéticamente derrochando cariño por todos los lares hay un paso. Y cuatro cubatas, claro.

En ese momento se cae otro antifaz. En el declive del momento DJ aparecen los temazos. Para animar al personal el mezclador de música suele seleccionar canciones más cañeras, grandes éxitos del pasado.

A los de mi generación, por ejemplo, se nos ponen los pelos de punta con los primeros acordes de Flying free. Es ahí cuando nos metamorfoseamos y pasamos a ser simios rumiantes makineros, como si viajáramos en el tiempo. Nos volvemos locos.

En la boda que te comentaba al novio y su grupo de amigos les dio por ponerse de rodillas y empezar a golpear el suelo. Es lo que tiene jugar con los viajes en el tiempo, que a algunos se les va de las manos y volvemos a la época cavernícola.

dgelabertpetrus@gmail.com