Desde que, hace más de media vida, llegué a este paraíso llamado Menorca, continúa llegando a mis oídos un rumor de fondo que cuestiona recurrentemente la identidad de la Isla en lo que atañe a su receptividad para con el turista. Me recuerda al adolescente que no sabe si de mayor quiere entrar en el seminario, crear una familia numerosa o montar un bar de alterne.
Y la cosa resulta jodidilla, porque todas las opciones a un tiempo no pueden ser, de manera que tarde o temprano hay que tomar una difícil determinación.
Claro que existe también la "opción Mariano", esto es, no decidir nada y esperar a ver qué pasa. Esta fórmula (parece ser la elegida por ahora) no carece empero de peligros: cuando te quieres dar cuenta, lo del seminario queda descartado porque acumulas tres churumbeles en tu currículo, o ves como la Isla (en nuestro caso) se te ha llenado de pulseritas de plástico sin que sepas bien cómo ha sido, o te la encuentras una mañana atiborrada de rotondas de amplio espectro.
Me declaro en completo acuerdo con el publicista Miguel Ángel Furones cuando, pronunciándose sobre la marca "Menorca", destaca que, siendo buena, le falta narrativa. También cuando dice que sobran ofertas del todo incluido; me llega a emocionar cuando subraya que Menorca se debería publicitar por lo que no tiene: atascos, McDonalds, etc. La idea es excelente: somos raros; Menorca, lugar donde no hay nada de lo que abunda en otros destinos; reino de la paz, del no pases pena, privilegiado enclave donde existen realidades como Alcalfar, donde pandillas de niños se divierten sin peligro, donde la belleza de los "magatzems" de barcas es imposible de superar por cualquier arquitecto contemporáneo, donde todo es realmente diferente y bello.
Hace treinta y tantos años, cuando yo la conocí, Menorca parecía habitada por una sociedad feliz, tranquila, solidaria y conmovedoramente honesta. Importaba un pimiento que uno tuviera que esperar quince minutos a ser atendido en Hijos de J.Sintes mientras el empleado charlaba animadamente de sus cosas con el cliente que te precedía, porque la vida diaria te compensaba de esa falta de diligencia. Las personas vivían a un ritmo distinto del de las ciudades; gozaban de unas ventajas infinitamente más valiosas que las que proporciona la eficiencia. Merecía la pena en grado tan significativo que muchos nos enganchamos a esta forma cordial y suave de entender la vida. También el turista apreciaba (y aprecia) su singularidad, su alejamiento de los modelos baleares al uso.
Opino que una excelente opción para Menorca hubiera sido (hay todavía tiempo de retomar este objetivo) utilizar toda su idiosincrasia, la energía y el ahínco de la población (y los enamorados de la isla) para preservar su peculiaridad, fijando claramente lo que conviene y lo que no conviene. Esto es, evitar hacer el tonto lanzando piedras al propio tejado: convienen hoteles como Torralbenc. No conviene el turismo barato que masifica. Conviene mantener dentro de lo posible las mejores tradiciones. Conviene, como muy bien resalta en un reciente artículo Pedro Monjo, cuidar el patrimonio sin poner incomprensibles zancadillas. No conviene cabrear gratuitamente a quienes se quieren instalar aquí invirtiendo su dinero y su buen gusto, reformando respetuosamente predios o boyeras que de otra manera languidecen hasta morir víctimas de los propios cuidados intensivos que les impiden renacer en otro formato.
¿No tenía el concurso de pesca del CMM, con sus señoras limpiando pescado, (y sus maridos friéndolo), infinitamente más encanto que cualquiera de las actividades que podamos programar hoy día, que no serán -por mucho empeño que pusiéramos- tan entrañables?
¿No tendría más encanto el puerto de Mahón si se hubiera evitado que cada edificio derribado fuera infinitamente más bello que el que hoy lo substituye? Cada ruina que lo adorna estaba en mejor estado cuando yo las conocí (a excepción de la isla del Rey), cada metro tenía más encanto del que hoy luce. ¿No hubiera sido mejor otorgar con agilidad permisos de rehabilitación a los edificios, obligando a mantener el aspecto de sus fachadas en vez de dejarlas pudrirse?
¿No hubiera sido preferible evitar expulsar de sus casas de "vorera" a quienes las cuidaban en vez de condenarlas al hundimiento? ¿No era mejor que los "llaüts" tuvieran su espacio en el puerto? ¿No hubiera sido más razonable mantener la Punta des Relotge como estaba, antes que someterla a tamaña castración? ¿No hubiera sido más positivo que la energía de la preservación hubiera sido más inteligentemente encauzada?
Porque una cosa es proteger la Isla y otra proteger los caprichos de los (normalmente privilegiados) encargados de elaborar estudios, informes y trabas, a quienes se les transparenta a veces la intención de boicotear discriminadamente solo lo que su criterio decide que no mola, y que desgraciadamente no suele coincidir tanto con el sentido (ni con el bien) común como frecuentemente lo hace con prejuicios y/o prebendas posiblemente inconfesables.
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