Anoche tuve una pesadilla con tintes monterrosinos: cuando desperté, la indemnización a Cesgarden seguía allí, vivita y coleando. La cosa me dio qué pensar: siempre pienso un ratito cuando digiero mal las noticias, especialmente si estas son muy grasientas o demasiado mazacotes, y en esta ocasión la buena nueva gozaba de ambas características a un tiempo, de manera que mis reflexiones más madrugadoras se ubicaron (por condensación) en el terreno de la física; en concreto en el área de la mecánica cuántica.
Pensé en la enigmática y anti intuitiva manera que tienen de comportarse las partículas elementales cuando siguen (por ejemplo) el principio de incertidumbre, según el cual no podemos conocer su ubicación, ya que mientras permanecen inobservadas están simultáneamente aquí y acullá, son blancas y son negras a un tiempo, por expresarlo en modo ridículamente simplificado: solo tras ser observadas se decantan y muestran una de las realidades que en ellas habitan.
Pues bien, se me ocurrió que algo parecido sucede en el mundo de la res pública. Sin ser éste en principio un universo subatómico sino tan atómico como pueda serlo un bocadillo de sobrasada (que se rige pues, y en general, por la mecánica clásica), se acerca en ocasiones de gala (como en Cesgarden, por ejemplo) al patrón del gato de Schrödinger, que estaba a un tiempo vivo y muerto.
Desde el punto de vista de la física clásica, la salada indemnización que debemos pagar cada hijo de vecino a Cesgarden durante treinta y dos añitos tiene una causa determinada: alguien la cagó, y la cagó a lo grande. Sin embargo cuando acercamos el ojo a la galáctica derrama, descubrimos que no tiene padrinos: nadie es responsable. Analizados en microscopio electrónico, los elementos que hicieron posible esta descomunal ruina que deberemos asumir entre todos, se desvanecen como humo. Al ser observados, desaparecen. Se sitúan en el lado opaco del escenario. Yo no he sido. El electrón ya no está allí. Cuando desperté el electrón había desaparecido: mecánica cuántica en estado puro.
A raíz de estas estimulantes paradojas, se me ocurrió un experimento para comprobar si en el objeto matérico pluricelular que constituye el mismísimo cuerpo humano existen conexiones extraordinarias (como ocurre con la interrelación atómica), entre órganos suficientemente alejados dentro del body como son la pupila ocular y el esfínter anal.
Consistiría el experimento en localizar a quienes, desde los varios ámbitos intervinientes en la metedura de pata, hicieron posible el batacazo Cesgarden. Los utilizaríamos como sujetos de prueba en el experimento.
Yo personalmente, y en calidad de conejillo de Indias, cometería un error grueso, descomunalmente oneroso. Monitorizaría en el laboratorio las pupilas y los esfínteres de la muestra (los actores patrocinadores del socavón Cesgarden, recordemos).
Tras ese paso, les informaría a bote pronto de que el coste de mi metedura de pata (que a tal efecto sería suficientemente jugoso) lo habrían de sufragar a pachas entre todos ellos, a base de la sustracción de parte de su nómina (tengo entendido que incluso esto lo pagamos entre todos) durante tres décadas (en cómodos plazos, podríamos decir) hasta liquidar la deuda con sus intereses y todo.
Les explicaría también (para tranquilizarlos) que ésta era la primera vez que me equivocaba, y que el error se debía a defectos de forma y procedimentales.
Mi hipótesis es que tras ser informados de la noticia, la muestra dilataría las pupilas de manera inversamente proporcional al fruncido del esfínter.
Si mi razonamiento es correcto, esta relación inversa se vería corroborada, incluso amplificada, cuando se les ofrecieran las excusas tranquilizadoras mencionadas anteriormente. El fruncido (si no ando desencaminado) rallaría en este caso la oclusión total del diapasón anal acompañado de la apertura de párpados y dilatación máxima en la zona ocular.
Si todo saliera como imagino, habríamos demostrado que la mecánica cuántica sirve también para describir fenómenos extraños dentro del mundo de los organismos pluricelulares receptores de un salario cubierto por el ciudadano (contribuyente) y dedicados precisamente por ello a su bienestar.
PD.- Parece ser que el actor que viene interpretando a Pinocho y a Don Tancredo en la farsa de moda, aspira ahora también a sumar el rol de portador del "carrito del helao" a pesar de que empieza a dar muestras de agotamiento. Este Mariano no tiene precio.
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