Ya tenemos a la vuelta de la esquina la Semana Santa, días de meditación y religiosidad para quienes la fe les mueva a ello y escapada más allá de nuestro entorno más próximo para quienes su bolsillo se lo permita.
Los penitentes encapuchados y sus pasos serán los protagonistas que recorrerán plazas y calles al ritmo lento del tambor que suena a luto en noches alumbradas por enormes velones llorando cera ardiendo. Y muchos recordarán además la cera, esa otra cera que hay, la que arde, los pasos, esos otros millones de pasos repetidos con sus paradas obligadas ante las oficinas de empleo o desempleo y se sentirán saetas más clavadas en el espíritu que las cantadas desde los floridos balcones.
Y la procesión, esa otra procesión particular y única, aunque parezcan iguales, que cada uno lleva por dentro, atada con mil cadenas y candados difíciles de abrir porque hace mucho que se extraviaron sus llaves. Sí, ya están aquí los pasos y habrá que seguirlos al menos para ver si nos llevan a alguna parte, a lugares más seguros y esperanzadores, menos sombríos, seguirlos en procesión de inacabables filas.
Porque la fe, el creer en algo, mueve montañas casi tan grandes como las que mueve el amor y me da a mí la sensación de que es de las pocas cosas que todavía nos quedan.
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