Cuando la acción política -desde el gobierno o la oposición- va a remolque de las reivindicaciones que la ciudadanía expresa desde la calle, es fácil deducir que la credibilidad de los dirigentes políticos se resiente de forma muy notable; y mucho más si las demandas no son atendidas y satisfechas.
Es verdaderamente indignante que hayan tenido que registrarse algunos suicidios para que la clase política de nuestro país haya decidido al fin afrontar el gravísimo problema social de los desahucios. Como en tantas otras situaciones, los dos partidos mayoritarios han llegado tarde. PP y PSOE se han ganado merecidamente el aluvión de duras críticas por mor de la asombrosa pasividad que han demostrado hasta la fecha ante los casos de personas suicidadas y miles de familias desahuciadas en uno de los peores dramas que ha provocado la crisis económica.
La tenaz presión ejercida ante diversas entidades bancarias por diversos colectivos ciudadanos, en especial por las plataformas de afectados por las hipotecas, ha logrado cuando menos paralizar un proceso que llevaba camino de avivar aún más el incendio de una protesta cívica cada día más extendida por todo el país, una protesta por otra parte plenamente justificada dada la situación de desamparo en que han quedado miles de familias tras ser desalojadas de sus hogares en los últimos cuatro años.
Es cierto que la crisis actual ha hecho más visible el problema de los desahucios, pero la gravedad misma de ese drama exigía desde hace mucho tiempo una rápida actuación por parte de las instituciones políticas. En la anterior legislatura, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero hizo oídos sordos a las primeras peticiones que clamaban por modificar la legislación hipotecaria y establecer obligatoriamente la dación en pago para liquidar una hipoteca si se carece de recursos económicos. No quisieron escucharse las voces que denunciaban indefensión y unas cláusulas abusivas impuestas por bancos y cajas de ahorro; tampoco se escucharon las voces que reivindicaban la vía del alquiler social. El gobierno de Mariano Rajoy también se había desentendido del incesante flujo de desahucios y sólo ha reaccionado al producirse el reciente suicidio de una mujer en Baracaldo. Triste, muy triste. Pero sobre todo vergonzoso.
El estamento judicial, por su parte, no ha querido mantenerse al margen del problema y, más concienciado que los poderes legislativo y ejecutivo, no ha tardado en alertar sobre la dramática deriva social que conllevan las ejecuciones hipotecarias cuando familias en paro, con ancianos enfermos y dependientes u otras razones de vulnerabilidad perfectamente comprensibles no pueden abonar las cuotas de sus hipotecas.
A nadie puede extrañarle que los principales líderes políticos suspendan los periódicos exámenes que les plantea la opinión pública. No se les catea por ignorancia (que en modo alguno pueden alegar). Suspenden porque cada día parecen hallarse más distanciados de la realidad de la calle, de los problemas reales que afectan a la ciudadanía. (Y no vale por supuesto tomar por tontos a los españoles. Valga como botón de muestra la bochornosa alusión a unos inexistentes brotes verdes que hizo en su día la exministra socialista Elena Salgado o la efectuada hace apenas unas semanas por la ministra conservadora Fátima Báñez). No aprueban porque muchas veces van sencillamente a remolque de importantes preocupaciones políticas y sociales manifestadas en la calle y son incapaces de situarse al frente de las mismas y abordar unas soluciones razonables y sensatas.
Los políticos a quienes corresponde asumir mayores cuotas de responsabilidad suspenden una y otra vez porque no satisfacen unas exigencias sobre las que hay un amplio acuerdo ciudadano. Así, suspenden porque no se atreven a modificar la ley electoral e introducir las listas abiertas; porque han dado luz verde a una reforma laboral que facilita los despidos e incrementa el desempleo; porque se oponen a eliminar la dotación de fondos públicos para los partidos políticos -y sus fundaciones-, las centrales sindicales y las organizaciones empresariales; porque no afrontaron a su debido tiempo una profunda reestructuración de las administraciones públicas (solo ahora, atados a los planes de austeridad decretados desde Bruselas y Berlín, se ha decidido crear una comisión de estudio que se tomará ¡ocho meses! para emitir un primer dictamen); porque no han querido reformar o suprimir sin más el Senado y las diputaciones provinciales; y por otras muchas razones sobre las que es innecesario extenderse. Los políticos aludidos prefieren ir a remolque de las demandas y de los acontecimientos. Es evidente que resulta más cómodo que mantenerse en una posición de vanguardia. Cosechan así méritos más que suficientes para ganarse el incuestionable suspenso de la calle.
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