Uno de los recuerdos más gratos de mi iniciación infantil a la lectura, bien sea con un libro en las manos o como oyente de mis padres, arrebujada entre las sábanas y a punto para dormir, proviene de las fábulas. Esas breves historias protagonizadas por animales parlantes en las que siempre había una moraleja, una lección que aprender para aplicar después en la vida.
Había que trabajar como la hormiga y no cantar al sol como la cigarra, o avanzar lento pero seguro, como la tortuga, sin hacer caso de las burlas de la orgullosa y veloz liebre, que después se quedó dormida.
No cabe duda, las historias de animales, o con ellos como protagonistas, nos cautivan, para bien o para mal. Hay quienes encuentran un placer insano en torturarles por diversión, o rápidamente reclaman la vía del veneno o el escopetazo para librarse de ellos cuando los consideran una molestia. Enfrente tienen a las personas que empatizan con esos seres, los cuidan, los rescatan, dedican todos sus esfuerzos a que no desaparezcan.
Ya sean aves que vuelven a volar, tortugas heridas, peces que mordisquean en las playas, asnos zarandeados en fiestas de pueblos o batidas de gallinas, las noticias con o sobre animales generan un interés que ya quisieran para sí algunos políticos. En el fondo nos conmueven y nos enseñan lo que hay ahí fuera en la sociedad, en el mundo; como las fábulas de Samaniego.
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