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Habrán ya notado que en España suceden cosas muy extrañas. Creo haber descubierto el secreto que hay detrás de todo ello: Resulta que asistimos a la representación de un happening de corte dadaísta. Quizás el aeropuerto peatonal de Castellón, con su incalificable escultura tipo "amadísimo líder Fa Bra", sea el más renombrado exponente, pero aquí en Menorca no hemos permanecido ajenos al movimiento vanguardista.

Algunos críticos sitúan el germen del pabellón menorquín en lo que fuera una antigua mercería en Mercadal. La fórmula elegida para nuestra isla consistió en la paternal protección de edificios emblemáticos por el sistema de impedir su uso, con el objeto de posibilitar la posterior degradación que el paso del tiempo ayuda a convertir en hermosas ruinas. Este tipo de performance mantiene ciertas concomitancias con los animales expuestos en urnas de cristal flotando en formol del controvertido Damien Hirst. El efecto es sin embargo en Menorca más rápido y dramático que en los montajes de Hirst. La casa conocida como Venecia en el puerto de Mahón sería según los críticos una clara manifestación de este arte revolucionario. Después de expulsar al incómodo inquilino que impedía obstinadamente su degradación, la instalación quedó expuesta a la acción corrosiva de la intemperie y el salitre, y gracias a esta colaboración necesaria de la naturaleza (ahí radica el alma de la performance) el público puede asistir epatado al desvanecimiento lento y profundamente simbólico del edificio. En unos pocos años quedará en un estado digno de ser inmortalizado por algún pintor romántico.

Como valor añadido a esta actuación concreta debemos anotar que el personaje desahuciado (Richard Branson), potencial reclamo publicitario para la isla, pasó a convertirse con toda probabilidad en un enemigo de lo que antes amaba, con lo cual la obra gana en dramatismo al explotar de manera radical las contradicciones que se establecen entre el sentido común y el arte.( He de confesar que, antes de percatarme del trascendental enfoque artístico de todo este asunto, llegué a interpretar que se trataba meramente de una gilipollez sin paliativos).

Esta misma actuación artística se viene representando en muy diversos escenarios; desde la Isla del Rey (algunos radicales boicotearon el proceso al interrumpir la secuencia programada por medio de la rehabilitación -a su costa- del emblemático edificio), el antiguo hospital de Virgen del Toro, la antigua Langostera de Cala Figuera, el Hostal Miramar, el Rocamar, hasta una mucho más reciente (está en fase de gestación) que es el Lazareto, donde se están dando los primeros pasos necesarios para que se incorpore de pleno derecho a la creativa instalación. Imagino las carcajadas que se producirían en este contexto artístico en el Consell cuando promotores que no estaban al tanto (esta era parte de la gracia de la performance) del asunto pedían permisos para rehabilitar o dar otros usos a los edificios. Y yo que llegué a pensar que intereses inconfesables tenían paralizado el expediente del ascensor, y ahora resulta que formaba también parte de esta manifestación cultural dadaísta; como la cárcel adosada al cuartel de la Guardia Civil que tanto nos desconcertó: jugaba con la sutileza de enfrentar los contrarios, construyendo una metáfora de connotaciones orientales (Yin y Yang). Nunca se debe juzgar frívolamente una obra de arte. Los artistas exploran territorios que el resto de los mortales a veces no conseguimos visualizar en todo su esplendor simbólico.

Mención aparte merecen dos instalaciones mucho más ambiciosas, tanto conceptualmente como por su tamaño. Me refiero al túnel de Ferrerías (que con su majestuosidad faraónica quiere denunciar el consumo innecesario de territorio) y a la rotonda que, según mi criterio, constituye una cima del arte vanguardista que estamos comentando: la rotonda de Es Migjorn. Esta instalación juega con el concepto de camino rural con encanto, rodeado de vacas, sobre el que se actúa para introducir en él un elemento clonado de una autopista del estado de Maine (USA) y que desconcertándonos con su brusco e incomprensible contraste y su carácter de elemento sobradamente prescindible nos quiere recordar que polvo somos y en polvo hemos de convertirnos.

Hacia esto último llevamos buen camino.