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Acabo de visitar Calella, en la costa del Maresme (Catalunya) y he conocido otro modelo turístico. Es una población marinera, con una línea de ferrocarril que separa el pueblo de la playa. La calle de la Església, es una arteria peatonal, llena de tiendas de souvenirs, joyerías, bazares chinos, bares y decenas de establecimientos de tatuajes y piercings. Retratistas trabajan a destajo. Al atardecer la estrecha calle queda saturada de gente. Un gran número de grupos de jóvenes se prepara para la noche. El botellón no es la excepción. Se habla muchísimo más en ruso que en catalán. En muchos locales y hoteles, las personas que atienden a los clientes no comprenden el idioma local. Aquí, en el Maresme, quien hable ruso tiene trabajo, quizás en alguno de los hoteles de tres estrellas que en calidad están por debajo de la peor pensión que pueda existir en Menorca. En Calella, como en casi todas las poblaciones de esta costa, el dinero circula, aunque también se haga el remolón. Mientras la parte baja del pueblo bulle, en el Parc de l'Ós se ofrece un concierto de un buen grupo de jazz, al que asisten tres tristes gatos. Algunos pensarán que Calella es un modelo de éxito. Yo creo que no. Hay tanto negocio de baratijas entre los que repartir el dinero (ruso) que al final poco quedará en la cuenta de resultados. Ese modelo en Menorca no solo es imposible, sino que no lo necesitamos. Aquí hay un modelo que tiene valor, con productos de calidad, a pesar de que a veces no lo vean los de aquí ni los que podrían venir.