Hoy me he desplazado hasta uno de esos fantásticos hoteles de todo incluido de los que dispone (en este sector podemos decir que con notable generosidad) nuestra oferta turística Premium. Quería disfrutar en vivo de la inmersión en un nicho ecológico de cuya existencia tenemos noticia fundada, pero del que falta documentación que nos familiarice con su cotidiano devenir.
Elegí uno al azar. Resultó ser un pelín cutre. No importa, me dije, así la experiencia resultará más epatante.
Hacerme con una pulserita fue fácil: se la extraje de la muñeca a un sujeto de mediana edad que dormitaba (quizás estuviera desmayado) cerca de un pino en una postura bastante creativa para no formar parte del escenario de un bombardeo. Una vez acreditado debidamente con el documento de plástico me dirigí, intentando aparentar cierta naturalidad, hasta la piscina, que en aquellos momentos -era cerca del mediodía- se encontraba abarrotada de damas que, siguiendo las quizás sobreactuadas y con seguridad eufóricas instrucciones de un animador (parecía éste presa de un ataque epiléptico), movían sus brazos de manera desacompasada pero enérgica. El ruido era ensordecedor, pues a los gritos del profesional a cargo del evento, se sumaban las notas (llamémoslas así) chunda-chunda de un (a mi entender sobredimensionado) equipo de sonido.
Dónde estaban los maridos del grupo de sirenas lo comprendí de inmediato: en el bar. Una vez personado en la barra dediqué mis energías a observar cautelosamente el ecosistema con el objeto de seleccionar un individuo de entre los que allí abrevaban que resultase idóneo para servir al fin que me había llevado hasta ese lugar tan pintoresco, que no era otro que el de realizar un estudio de motivación e intereses en un grupo de pulsereros medios.
Luego de realizar un travelling visual por toda la barra y de atender al camarero que me interrogó sobre mis deseos libatorios, elegí al personaje que me pareció en ese momento menos perjudicado por los sopores que proporciona el alcohol mañanero. Aparentaba haber entrado en la edad adulta no demasiado recientemente. Los tatuajes en el dorso y brazos no me dieron información adicional sobre su condición, pues no soy experto en la materia. La cerveza que se calentaba entre sus manos no parecía ser la primera de la jornada: la bebía sin entusiasmo. Aparentaba estar lo bastante sobrio como para poder someterle a un interrogatorio sutil. Procedí pues.
Tras unos primeros comentarios más o menos anodinos que sirvieron de toma de contacto, entré en materia: ¿Le gusta Menorca?, pregunté a bocajarro. Después de una serie de sospechosas indecisiones, comprendí que la palabra Menorca no formaba parte de su vocabulario habitual. La entrevista se desarrollaba en inglés a pesar de no ser ni el entrevistador ni el entrevistado de origen británico. Conseguí hacerle comprender que Menorca era el nombre del lugar en que ambos nos encontrábamos en ese momento, cosa que le sorprendió (al parecer gratamente). Mi intención era en principio conocer su opinión sobre una frase que pronunció no hace mucho uno de nuestros gobernantes insulares, y que paso a transcribir textualmente:
"Lo primero que tenemos que tener claro es que debemos apostar por un turismo de calidad, tanto de sol y playa como de experiencias, como es el turismo náutico, gastronómico, cultural, arqueológico, de golf, de deporte, etc." Decliné hacerle la pregunta prevista por parecerme demasiado impactante para un sujeto que con seguridad tendría en mente como acontecimiento prioritario la inminente ingesta de radicales libres en amplia diversidad de formatos y que con certeza no habría pisado otro escenario en nuestro suelo que no fueran los comederos, bebederos y tostaderos del hotel con (en este caso hipotético) encanto en que se hospedaba.
Continuará, quizás.
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