Para preservar la propia salud de la democracia, no hay que permitir en modo alguno que la crisis arrase con los decisivos avances alcanzados en la estructura político-administrativa sobre la que se asienta el funcionamiento de las instituciones públicas y, en particular, las comunidades autónomas.
Con el pretexto de la grave situación económica que atraviesa el país, desde hace algún tiempo en determinadas columnas y tertulias periodísticas -ubicadas sobre todo en la derecha- se prodigan los comentarios sobre la conveniencia de proceder a una recentralización del Estado, operación que iría en detrimento, claro, de las comunidades autónomas. Distintos políticos se han pronunciado por la devolución a la Administración central de las competencias económicamente más deficitarias. El problema merece ser tratado con un mínimo de rigor y seriedad y no admite frivolidades, aunque estas provengan de la boquita de Esperanza Aguirre, la veterana dirigente de Madrid que disfruta explotando su vena populista en toda oportunidad que se le pone por delante.
Para el día en que la política recobre -y no pierda nunca más- su prevalencia sobre la economía, vale la pena reconocer los grandes logros que ha aportado el proceso de descentralización. Si se hace una reflexión serena y objetiva, debe aceptarse que el Estado de las Autonomías ha proporcionado al conjunto del pueblo español muchas más ventajas que desventajas. Quienes se muestran firmes partidarios de rearmar el poder central en perjuicio del poder autonómico son con toda seguridad personas cuyas convicciones autonomistas son más bien endebles o incluso inexistentes. Por el contrario, a quienes defienden el marco de autogobierno que contemplan los diferentes estatutos de autonomía y tienen plenamente asumida la fuerza del autonomismo, nunca se les ocurriría apuntarse a una recentralización estatal, por muy dura y larga que sea la crisis.
No puede llamarse a recentralizar el Estado como consecuencia de una pésima gestión política y de un irresponsable despilfarro. Cuando así sucede, las urnas siempre son soberanas para desalojar del poder a los malos gestores, a quienes se olvidan con rapidez que administran unos dineros públicos y pronto adquieren fama de despilfarradores.
Las autonomías deberán cumplir con las severas exigencias de Bruselas y Madrid. Es lo que importa a cada unas de ellas y al conjunto. Ahora más que nunca sus dirigentes deberán demostrar su valía política. El capítulo de las convicciones es igualmente fundamental. En el caso de Balears, albergo serias dudas sobre la solidez del espíritu autonomista del equipo de José Ramón Bauzá. Dudas que se hacen más patentes cuando el Govern asegura que solo se plantea como un último paso la posibilidad de reclamar ante los tribunales las inversiones estatutarias que Madrid adeuda a la Comunidad balear.
El presidente Bauzá prefiere la vía negociadora, quizá por el hecho de que Palma y Madrid conectan hoy con el mismo color político, el azul popular, lo cual tampoco supone unas mínimas garantías de éxito si se argumenta de manera invariable que la caja central está vacía.
Conseguir al menos una constatación judicial sobre el incumplimiento de las inversiones estatutarias pendientes -que suman mucho dinero, unos 400 millones de euros anuales- sería una oportunidad que debería aprovechar Bauzá para dar valor a la dignidad y compromisos del Govern; para defender un Estatuto que no puede convertirse en papel mojado; para manifestar que sus convicciones autonomistas no son endebles. Pero sospecho que el presidente Bauzá ha optado por la vía de la sumisión política, por acatar cuantas directrices vaya dictando Madrid. De modo que antes que defender con la máxima firmeza el interés general de Balears, Bauzá ha preferido ajustar su acción al interés de su jefe Mariano Rajoy. Triste y flaco favor porque al obrar así lo más probable es que las reivindicaciones de Balears en materia de inversiones difícilmente serán respetadas y mucho menos satisfechas.
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