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Cuando a uno se le escapan las grandes cifras de la macroeconomía, los anglicismos con los que se definen conceptos financieros, la identidad de unos mercados que nos atacan despiadadamente y la razón por la que nos infligen tales daños, los beneficios de la globalización, los ingentes flujos de capitales recorriendo miles de kilómetros a la velocidad de la luz apretando una simple tecla, los batacazos bursátiles por mor de las declaraciones de un burócrata que, además, solo entendemos (que no comprendemos) tras su oportuna traducción al castellano, la bondad de que se nos haya hurtado la política monetaria propia, la necesidad de que se nos cercene soberanía nacional a favor de Europa, etc, etc; a uno se le ocurre simplificar por ver si con ello puede comprender.

Uno trae a colación su economía doméstica y, como además tiene alguna idea de las economías domésticas de algunos familiares y amigos, saca algunos comunes denominadores de la comparativa: todos obtenemos ingresos fruto del trabajo asalariado o por cuenta propia (los autónomos) así como de los beneficios que obtuvieran los propietarios de alguna pequeña o mediana empresa.

Así mismo, tanto las familias, los autónomos o los pequeños empresarios también incurren en gastos de consumo o de inversión que han debido ser financiados, bien mediante créditos, bien mediante recursos propios.

Todos habíamos entendido que, con moderación y prudencia, financiar la adquisición de bienes y servicios con los que aumentar nuestros niveles de bienestar material era algo deseable; en consecuencia, incurrir en déficits sostenibles y manejables solicitando una hipoteca o préstamo personal, por ejemplo, ha venido siendo la fórmula de progreso y bienestar de las clases trabajadoras.

Por supuesto, el quid de la cuestión estriba en el tamaño del déficit y de la deuda en relación con nuestras nóminas o dividendos empresariales.

Una vez llegado a este punto sí podemos concluir que un moderado déficit y endeudamiento de nuestras economías familiares –que todos hemos podido constatar- han favorecido el progreso de tantas familias y pequeños empresarios; si además, estamos viendo de qué manera están degradando la economía y el bienestar ciudadano los recortes de gastos públicos al servicio de la desaparición de los déficits presupuestarios, parece que podemos deducir que la existencia de un déficit y endeudamiento público moderado pueden actuar como motor económico de bienestar colectivo.

Sin embargo, nuestro Gobierno está empecinado en eliminar el déficit público y está recurriendo, entre otras, a frases tan demagógicas como decir que "no se debe gastar lo que no se tiene" para justificar una drástica reducción del sector público, en la confianza de que los espacios que vaya cediendo este sector sean ocupados por el mercado.
Pero, ¿a dónde nos llevan estas políticas neoliberales que proscriben el déficit público?.

Podemos averiguarlo. Para ello, retomamos el símil de nuestras propias economías; analizamos nuestro actual status obtenido gracias a nuestra decisión de asumir endeudamiento; constatamos todo lo que no hubiésemos podido obtener sin el recurso a la deuda; y concluyamos si nos valió o no la pena vivir con un cierto déficit. ¿Cuántas familias hubiesen podido tener una casa en propiedad sin contratar una hipoteca, cuantas pequeñas empresas necesitaron créditos para la compra de activos con los que desempeñar su actividad?.

Pues ahí es donde precisamente nos llevan estas políticas del PP, a ese lugar en el que los asalariados solo gastemos lo que ganamos, sin el pecaminoso recurso al crédito, ni a la lujuriosa hipoteca; un lugar en el que los asalariados nos quedemos estancados en la pestilente demagogia del "déficit cero" para que, igual que ya lo fueran nuestros padres, volvamos a ser razonablemente pobres.