Manuel Radial, junto a su esposa Julia Bermejo, su hija Sara y el pequeño Manu. ( Fotografía gentileza de la familia )

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Es un dato que está presente, y lo estará por tiempos, en el transcurso del mismo, los mayores lo comentarán como ejemplo de amor. Lo sé por experiencia, no es preciso pertenecer a un linaje por herencia sanguínea para quererse como una auténtica familia. No, los humanos han alcanzado medios tecnológicos y sabidurías fuera de contexto. Por el contrario, se ha perdido, la grandeza de entregarse sin reservas a sus mayores, apoyándolos y protegiéndolos.

Lamentablemente todos conocemos familiares aparcados en centros, debido a tal o cual enfermedad. No pueden atenderlo en su casa.

En tiempos pasados, de precariedad monetaria, de escasez de medios, entre ellos, lavadoras, secadoras, ropa adecuada para enfermos o imposibilitados, sillas de ruedas, grúas para los mismos, compresas, ropa de cama desechable. Un auténtico despliegue de ventajas para su buen cuidado. La Seguridad Social se hace cargo del medicamento y el poder disponer de una asistenta social ayudando a la familia, etc. Me pregunto, ¿qué más se puede pedir? "Res". Los geriátricos se ven desbordados de peticiones, cuando lo ideal es tener aquella madre o aquel padre junto a ellos, participando de la vida familiar, con el mejor remedio frente a cualquier mal por grave que éste sea. Un abrazo, un beso, una caricia, una palabra bonita, un recuerdo de cuando ellos eran pequeños y sus padres los cuidaban con tanto amor y entrega, mueve montañas como decía Santa Teresa de Ávila.

Este cúmulo de conjeturas, viene al caso a la vez que sorprende, del feliz hallazgo de mis vecinos de la calle de Santa Catalina. Don Agustín Doménech Landino y su esposa doña Carmen Aguiló. Fue un auténtico milagro poder gozar de la compañía permanente de un matrimonio y su hijita, ofreciéndose en cuerpo y alma, los cuidaron, atendiéndolos sin reservas las veinticuatro horas del día, gozando del afecto y el cariño, tal cual ofrecen los auténticos hijos hacia sus padres.

Cuantos conocimos a los Doménech, sabemos lo mucho que les gustaban ets al·lots petits. Doña Carmen y don Agustín añoraron el no haber podido escuchar cantarinas voces, besar sus caritas, a la vez que observar el corretear por aquel hermoso jardín. Las cosas son como son, y aquellos hijos ansiados, no llegaron jamás.

Cuando el recorrido del camino de la vida iba llegando a su final, fueron premiados. Al abrirse la puerta de la casa número 22 de la calle de Santa Catalina, junto al repiquetear de la campanilla anunciadora, entraba Sara, la pequeña Sara, con su carita de muñeca, de niña buena, pudiéndose escuchar en aquel hogar sus contagiosas risas. D. Agustín, no se cansaba de repetir, esto ha sido una bendición del cielo.

A principio de los años setenta, llegó con el vapor un joven granadino. Manuel Radial Gómez, nacido en un blanco pueblecito, Belez de Benardoya. Uno de sus hermanos le había propuesto su venida, el trabajo no faltaba, los constructores precisaban de peones y oficiales. Dejar su pueblo fue un acierto, poco a poco se reunió toda la familia y fue en su propio hogar donde conocería años después a una amiga de su hermana. Ella, Julia Bermejo Liñán, nacida entre los olivares de Jaén, según cantó el poeta, llegada a Mahón con tan solo diez años. La quinta de seis hermanos. Fue al colegio Virgen del Carmen, en el propio claustro del antiguo mercado. Pasó el tiempo y la niña se hizo mujer, tenía amigas pero entre ellas la que sería su cuñada. Mientras que la madre de ésta, trabajaba de jornalera en casa del señor Doménech.

El joven matrimonio, Manuel y Julia, vivían en el 24 de la calle de Santa Catalina, y en el 22 el señor Doménech, uno de aquellos días en que la madre de Manuel, se indispuso, Julia la reemplazó, la proximidad de las dos viviendas, su manera de ser, su dulzura, hicieron que doña Carmen propusiera el que la ayudara en los quehaceres domésticos.

Julia, ¿cómo era Dª. Carmen?
Muy correcta, le gustaba tener la casa muy bien dispuesta. Las cosas muy limpias y ordenadas. Debo confesar que al principio nuestro trato era el propio de la señora y la empleada. Muy pronto fue cambiando la cosa, pasando a ser familiar, llegando a un gran aprecio a la vez que entendimiento mutuo. Dª. Carmen se había vuelto mayor, la temida enfermedad que tanto afecta a los mayores, hicieron que ella misma me pidiera que trabajara diariamente de nueve a cinco, llevaba la casa, preparaba la comida y cuanto hay que hacer en cualquier casa. Se la veía más tranquila, depositándome toda la confianza. Los fines de semana le gustaba que le llevase a mi hijita, nos sentábamos todos juntos como una familia, a la pequeña Sara la trataba como una abuela.

¿Cómo fue, lo de mudaros a su casa ?
Sin darnos apenas cuenta, el trato era, de auténtica familia, a D. Agustín le encantaba tratar con mi esposo Manuel, hasta que nos propusieron ir a vivir con ellos, los cuidaríamos y después de pensarlo y valorarlo, lo aceptamos.
Si antes he dicho que nos habíamos vuelto familia, decir que en muchas de ellas no se han llegado a respetar tanto como nosotros, les devolvimos las ganas de vivir, de hacer cosas. Al llegar el fin de semana íbamos al chalé de Addaya. Lamentablemente, ella falleció a los pocos meses. Sintiéndolo en el alma y echándola a faltar.

¿Qué tal el señor Doménech?
Buenísimo, disfrutaba las fechas más señaladas del calendario, las familiares. El comer todos juntos con nuestros padres y hermanos. Solía repetir, lo feliz que le hacían aquellas reuniones.

Al principio de vivir con los señores, yo les servía la comida, al quedar solo continué en ello. Fue un día en que vino como tantas veces su gran amigo y pariente don Pedro Montañés, pidiéndole que le parecía que comiéramos juntos, a lo que don Pedro, que era tan buena persona, le alentó a que debían hacerlo "tots junts". Así fue.

Mientras realizaba la entrevista, llegó Manuel, y debo confesar que no me extraña que dieran tanta felicidad a aquel matrimonio, ya que él junto a su Julia son encantadores. Manuel me explicó infinidad de datos y anécdotas del medicó humanista. Que él mismo le había explicado de su trabajo en el Lazareto, en la Gota de Leche, escudriñando tras la pantalla de rayos X, de cuando pasó a la Seguridad Social, sus visitas domiciliarias, la consulta en su casa y, algo que nos hizo sonreír, la revisión quincenal de las señoras "des barrio". Algo que se llevaba a rajatabla.

Me informaron que las tortugas de las cuales hablé en semanas pasadas, cuando él falleció continuaban paseándose por los parterres. Y en las paredes del jardín se encontraban los escarbados agujeros en el marès donde depositaba a los pájaros que se morían, cubriendo "es forat" con un cristal. Había cantidad.

Otro detalle que insistentemente les decía era: No trabajéis más, vamos a sentarnos todos juntos y charlaremos. La tertulia y la lectura de la prensa eras de sus cosas preferidas. Sin olvidar a Tito, el hijo del señor Montañés y de doña Pilar. Siempre hablaba de él. Se portó como un hijo, venía a verlo, charlaban juntos, preocupándose y atendiéndolo. La última noche de don Agustín, junto a su lecho dos hombres le velaron, Tito y Manuel.

Una más de las cosas que me recalcaron fue su humildad , era tal, que en su taller de carpintería, apoyadas en la pared se encontraban dos trozos de mármol natural, algo grisáceo, ya usadas, que guardaba para cuando fallecieran, añadiendo, debéis aprovecharlas, no es preciso adquirir de nuevas.

La entrevista llegó a su fin, era tarde, y el tema podría ser de varias páginas. Hoy les dedico un homenaje, ya que gracias a Julia y a Manuel he podido escribir, felicitando al matrimonio, por su manera de ser, por su hija Sara y a Manu, el tesoro de la familia, un precioso niño, que ha llenado la casa de risas, tal cual un día ya lejano logró su madre en aquel hogar de un matrimonio que no había tenido hijos, pero Dios los premió.
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margarita.caules@gmail.com