Cuando los gritos arreciaban en casa, el niño se refugiaba, invariablemente, en su pequeño dormitorio. Se aproximaba a ellos y, antes de abrirlos, los acariciaba con una devoción casi mística. Luego – y tras percatarse de que el sustantivo "amor" y el verbo "querer" se habían exiliado, hacía ya mucho, hacía ya demasiado, de su hogar- se imbuía en cualquiera de sus libros. Mientras, el odio de los suyos pululaba por el comedor, se paseaba por los pasillos ahora más angostos y las palabras malsonantes invadían habitaciones, lavabos, rincones, huecos… El chaval entonces se sumergía en un texto y mudaba hoja en asidero y se reencontraba en las páginas con Loella y con Papá Pelerín y se sentía identificado con ellos. También él iba a la búsqueda de su progenitor, el que fue… ¿Cuándo habían extraviado sus padres el enamoramiento? ¿Por qué no se habían empecinado en buscarlo? Es lo que haría Loella. Es lo que haría él. Y la única respuesta que hallaba era que quizás jamás había existido… Padre y madre habían cambiado. Habían cambiado igualmente sus palabras. Las primeras, las que recordaba con afecto, eran dulces, suaves, acogedoras… Las actuales sudaban odio. El niño adoraba las palabras… Los días en que Loella, el personaje de María Gripe, tenía que ir al pueblo en busca de comida, el chaval daba la vuelta al mundo en compañía de Picaporte (él siempre había preferido a Picaporte) o se reunía con Bruno o con Shmuel junto a la alambrada en busca de imposibles respuestas o…
Hubo un día en el que las palabras –todas- fueron expulsadas de casa… Dejaron vacíos espeluznantes que fueron ocupando golpes y gritos… El niño leía entonces, aterrado, debajo de la cama, o en el interior de su diminuto ropero… Ya había sabido descifrar la estructura de los vocablos y sabía, a ciencia cierta, que cada término tenía dos elementos esenciales: su forma (armonía de sonidos y letras) y su significado. Era aquella una unión perfecta que urgía de dos… Tal vez fuera por ello… En los pasillos, ahora sombríos, las palabras –rara vez pronunciadas hoy- sólo eran grafemas, fonemas huérfanos de todo contenido. Amor sólo era eso: a/m/o/r. Sus padres habían obviado los significados. El niño pensaba que, pronunciadas por padre y madre, las palabras eran como huevos "kínder", pero huecos, sin juguete en su interior, habitados por una hiriente nada... Y la ocurrencia no le hacía, sin embargo, gracia. Dejaron de verbalizarse aquellas criaturas aprendidas en la niñez: hijo, María, mamá, ven, beso…
Un día la mano de su padre no acertó con la "adecuada" intensidad. Y un grito –que no una palabra- fue el último sonido de su madre. El niño, aterrorizado, oculto bajo aquella mesa de estudio, le había rogado a Matilda que le cediera provisionalmente sus poderes para salvarla, para regresar, para recuperar aquellas palabras de chocolate y miel que había descubierto en la niñez. Pero Matilda no pudo emerger de aquellas páginas releídas mil veces…
Desde el día en que la mano de su padre no acertó con la "adecuada" intensidad, todos lo miraban con una piedad que se le hacía insoportable. Y él, para sus adentros, susurraba siempre: "me quedan las palabras". En la "institución" se obstinó en aislarse. En devorar los libros de su biblioteca. En paladear nuevos términos que descubría diariamente. En vivir lo que otros. Y las palabras iluminaban su cuerpecito; cosían heridas; se mudaban en ungüento…
Al crecer y convertirse en adolescente pensó que las palabras –en otros- dejarían de ser ultrajadas. Que los huevos de chocolate llevarían, sin excepciones, sorpresas en su interior… Su primer escarceo amoroso quebró su ensoñación: "amor" seguía siendo a/m/o/r.
Luego llegaron otros profanadores: los que pronunciaban país, cuando querían decir bolsillo; honestidad, cuando cinismo; estima, cuando interés; amistad, ocasión; progreso, avaricia; democracia, entelequia; verdad, mentira; igualdad, estafa; derecho, sueño; trabajo, quimera; honestidad, chanchullo; Pueblo, yo…
El niño/adolescente buscó la vieja cama de su dormitorio; el armario ciego en el que con una linterna correteó con Platero; la mesa bajo cuyo manto protector asistió al derrumbe de su infancia, mientras, con manos temblorosas de pavor, junto a Bruno y a Shmuel, se seguía –al igual que ellos- haciendo incontestables preguntas… Pero no halló la cama. Pero no halló el armario. Tampoco la vieja mesa… Fue el preciso instante en la que, avergonzada, entró en su vida la palabra "soledad". El instante en el que se dio cuenta de que se lo habían robado todo, incluso las palabras, hoy y siempre violentadas…
Cuentan que un día, aquel joven dejó de hablar. Cuentan que ninguna razón empírica o física justificaba aquel silencio elocuente. Cuentan que había dejado de hablar porque, simplemente, había querido dejar de hablar… Cuentan, sin embargo, que, de forma contradictoria, se le oía leer en voz alta en esa su segunda institución. Que leía poemas de Salinas y de Cernuda; que nunca Blas de Otero faltaba a la cita; que dialogaba frecuentemente con "El Nini" y discutía con Cicerón; que preguntaba a Patronio; que algunas "trotaconventos" le proponían indecorosos lances amorosos; que…
Cuentan que se le veía feliz, leyendo...
Cuentan que era feliz…
Nadie llegó a saber nunca por qué aquel muchacho decidió, cierto día, dejar de hablar…
Nadie llegó a saber nunca, Roig, que aquel muchacho había decidido, cierto día, construir un mundo de palabras plenas, no ultrajadas; de palabras no sajadas por el descontento; un mundo en el que, siempre, los huevos "kinder" llevaban sorpresa…
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