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De golpe y porrazo, miles de portadores de pulseras mágicas y collares taumatúrgicos se percatan de la tomadura de pelo. Una más en el extenso mundo del comercio fraudulento y engañabobos. Cuentan que muchos compradores han caído en una depresión más o menos leve, más o menos disimulada, al descubrir que las propiedades atribuidas a tales productos son inexistentes. Elemental. Se trata de un puro camelo que funciona desde hace muchos años en el bullicioso mercado de la oferta y la demanda. Y si un comprador pica, bien, la cosa funciona; y si pican miles, mejor, el negocio irá viento en popa... Al menos hasta que se descubra el pastel y a otra cosa mariposa.

Por supuesto que toda persona es muy libre, dueña y señora de lucir en sus muñecas o en sus cuellos, incluso en sus tobillos, todo tipo de abalorios, amuletos y lo que se tercie. Faltaría más. El futbolista Sergio Ramos, cuando juega con la Selección nacional, acostumbra a exhibir una gran muñequera con los colores de la bandera española. Pues muy bien, que se adorne como le plazca. Sus razones tendrá, patrióticas o no. Es su libertad. Y si José Ramón Bauzá, presidente del Govern balear, es portador de pulseras y cintas varias en una de sus muñecas, no sé si la derecha o la izquierda, tanto da, pues igualmente muy bien. Su lucimiento quizá obedezca a razones familiares, sentimentales o de otra índole. En todo caso, serán razones estrictamente personales e intransferibles. Nada que objetar. Es su libertad.

Las alhajas de oro de toda la vida se sitúan al margen de este relato periodístico y siguen ahí, siempre tan brillantes y relucientes. Al igual que el clásico "no me olvides" de plata que, en cambio, parece que pasó de moda hace mucho tiempo. En la actualidad, cuando tantas personas ya ni llevan reloj de pulsera porque la hora la consultan en el teléfono móvil, lo que sigue sorprendiendo de veras es que en este mundo exista tanta gente necesitada de lucir pulseras, cordones, cintas y colgantes sobre los que el fabricante de turno canta incontables maravillas para consumo de miles de ingenuos compradores, gente seria y gente menos seria, que de todo hay en la viña consumista. Una variada mercancía a la que, sin rubor alguno, conceden unas supuestas propiedades curativas -¡toma ya!- o que ayudan a combatir el estrés, a retrasar el envejecimiento, insuflar energía a la mente, favorecer el equilibrio del cuerpo, y cuantas lindezas se le ocurran al usuario por su cuenta y riesgo. Que usted traga, pues encantado de la vida. Y si no traga, pues allá usted. Son 80 euros la unidad, o 125 o 750 euros. Gracias de todos modos por su colaboración.

Como ustedes adivinarán fácilmente, casi es innecesario precisar que para triunfar en este negocio hay que contar siempre, a modo de escaparate, con la fauna de personajes famosos varios, mejor famosos ya consolidados que simples famosillos de tres al cuarto. Es una obligada vía de marketing para inundar el mercado, para la expansión global.
Mercado global y mercado local. Respecto a este último, recuerdo ahora el caso de las cintas con la inscripción "Gente de Menorca" que creó, hace más de treinta años, un entonces joven catalán llamado Ángel (nunca me dijo cuáles eran sus apellidos ni yo se lo pregunté). El hecho es que Ángel -con pinta de hippy espabilado y de quien siempre sospeché que tenía la cobertura del giro mensual de sus padres- aterrizó un verano en Ciutadella con el propósito de vender sus cintas de colores entre los residentes y visitantes de la Isla. La empresa unipersonal e itinerante de Ángel operaba mayormente en el puerto y en Ses Voltes, zonas donde solía encontrarlo y donde me informaba de la marcha de tan peculiar negocio.

Con esta iniciativa empresarial Ángel pretendía una difusión universal del nombre de Menorca. Fue la suya una modesta y precaria contribución a la promoción turística de la Isla. Ya ven, cuando en la actualidad se invierten millones de euros en promoción. Pero el negocio no funcionó como había previsto: al verano siguiente repartía muchas de sus cintas entre su clientela y se conformaba con la aportación dineraria que decidiera voluntariamente cada comprador. A mi me regaló un centenar de cintas y en algún cajón de casa hay todavía, seguro, cuatro o cinco, unas de color amarillo y otras en rosa. Durante algún tiempo me fui atando cintas... hasta que se rompían. Era lo previsible. Estaban confeccionadas con un tejido de pésima calidad y superbarato. Las cintas de Ángel no eran mágicas ni nada. Mas no hubo, por su parte, engaño ni mandangas.
El negocio no prosperó y supongo que Ángel regresó a su Barcelona natal. Quizá no habría fracasado si hubiera patentado el producto y hubiera diseñado previamente unos planes como los que se llevan hoy día en el mundo empresarial. Le faltó encargar un completo plan de viabilidad, un ambicioso plan estratégico y un convincente plan de comunicación antes de emprender, a la brava y sin apenas medios logísticos, su aventura comercial. Quizá no habría fracasado si se hubiera volcado en la empresa con perseverancia y mayor entusiasmo. Quien sabe, en fin, si Ángel hoy ya habría ganado el dinero suficiente para poder disfrutar de la vida a su manera. Que era su única aspiración, según me confesó más de una vez con el ánimo a ras del suelo.