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Quizás hayamos vivido todos una ilusión colectiva de nuevos ricos, alimentada por la locura crediticia y una economía con pies de barro. Y probablemente los culpables, parapetados tras las macrocifras incomprensibles para la mayoría de los mortales, siguen sin expiar sus culpas. Pero es hora de mirar hacia delante, porque no hay fecha a corto plazo para que cesen los embates de esta crisis, y la exclusión social, con millones de parados y familias atrapadas por la losa hipotecaria, no es un riesgo, sino que se está instalando entre nosotros; el muro de contención de las ayudas y las organizaciones humanitarias se empieza a resquebrajar.

Los próximos gobernantes que salgan de las urnas harían bien en escuchar al movimiento que está en la calle, y acometer reformas legislativas que impidan que personas, antes de clase media, se vean desahuciadas y abocadas a ser morosas de por vida, condenadas a pagar una casa que ya no es suya, sin posibilidad de remontar su situación y tener una nueva oportunidad. Y deberán hacerlo sin que el sistema bancario se desmorone. Todos erramos en el cálculo de que la inversión en ladrillo era la mejor libreta de ahorro que uno podía abrir.