A las diez y media de la mañana Julio y su mujer están en casa, es jueves, pero ninguno de los dos trabaja. Ella lleva en paro casi un año, él desde principios de septiembre. Julio está leyendo el periódico, busca trabajo ahí todos los días, también por internet, pero apenas hay nada y cuando cree encontrar algo interesante y consigue una entrevista, el interés resulta no ser recíproco; y nada, que suerte, ánimo y tal vez la próxima.
Demasiados parados disputándose las mismas vacantes. El mercado laboral ahora mismo se parece a aquel juego de las sillas musicales, eso sí, escasean las sillas, la melodía es tosca y de una tacada se quedan millones en pie. Los que se sientan sólo tienen mejor suerte, pero no buena, a los asientos les suelen faltar patas (no encontraron otra forma de multiplicar las sillas que dividiéndolas) y uno está sentado sí, pero en un desequilibrio insistente, y a cada poco vuelve a sonar la música y tal vez entonces cambie a peor, la suerte.
Julio sigue leyendo el periódico, sentado, pero en su sofá. Su mujer está en la cocina preparándose un café, la llama, y ella oye su nombre.
-Elena.
Pero no hace demasiado caso y sigue a lo suyo, el agua todavía no hierve y ahora mismo no le importa otra cosa. Su marido insiste.
-¡Elena! Mira, ven, fíjate en lo que pone aquí.
La cafetera empieza a rugir, el agua empuja el café hacia arriba y lo asimila, el aroma que sube todavía más arriba, intenso, se convierte casi en un primer sorbo y lo disfruta sosegada, Elena cuenta hasta once mental y lentamente, apaga entonces el fuego y se sirve una taza, la coge y con ella llega hasta el salón desde donde le llamaba su marido. Se sienta en otro sofá frente a él, le mira pero como si no lo viera delante, atravesándole, y sin preguntarle qué quería es ella la que dice.
- Mira Julio, llevo pensando mucho tiempo en esto. No es un arrebato y no quiero discutirlo. Yo ya he decidido. Quiero dejarlo, o más claramente: lo dejo. Siento decírtelo así, tan de pronto y secamente, pero qué quieres que te diga, no vamos a ningún sitio, son once años ya, once años Julio, ¿y qué tenemos? ¿qué compartimos? Una hipoteca, el coche y el paro, sí y nada más. ¿Dónde están nuestros hijos? Siempre lo dejamos para luego: cuando nos iba bien para que no nos fuera mal y ahora que nos va fatal para cuando nos vaya mejor. ¿Y cuándo nos va a ir bien? Dime, o mejor, no digas que ya no importa. Yo ya estoy cansada de esperar, o peor todavía ahora sé que no puedo esperar nada. Ya veremos cómo lo hacemos, pero lo siento: se acabó el verano y terminó lo nuestro.
Las palabras de su mujer fueron autosuficientes y Julio se quedó sin nada que decir. Qué se puede añadir a un adiós imperativo, incontestable. Deja el periódico abierto sobre la mesita, se levanta del sofá y se acerca hasta ella, le da un beso en la mejilla. Luego le dice que la entiende, que no se preocupara por él, que ya volvería a por sus cosas. Sale por la puerta.
Elena coge el periódico y esto es lo primero que lee: Los divorcios vuelven a aumentar tras la bajada que sufrieron por la crisis.
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