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Se veía venir. Era inevitable. El espectacular crecimiento de las principales redes electrónicas ha puesto al descubierto, entre otras muchas consideraciones, un dato preocupante: miles de personas cometen miles de faltas de ortografía al redactar sus mensajes a través de sus diversos artilugios de comunicación. ¿Cuántos millones de fallos ortográficos se registran cada día por parte de millones de usuarios que acaso poseen los más sofisticados modelos electrónicos y que sin embargo exhiben unas notorias carencias a la hora de aplicar las normas más elementales de la gramática en sus breves escritos?

Sería una solemne estupidez intentar cuestionar hoy la utilidad de las llamadas redes sociales. Su imparable implantación en las vertientes profesional y personal -Facebook cuenta ya con 800 millones de usuarios- confirma el éxito de este avance tecnológico. Nada que objetar.

Mis reflexiones se encaminan hacia otra dirección. La denominación de red social me parece correcta en tanto no se traspase la acepción que la define simplemente como un sistema electrónico que sirve para la intercomunicación entre personas o colectivos, para el intercambio de mensajes de todo tipo, para mostrar fotografías o vídeos, para proporcionar datos informativos sobre diferentes servicios útiles -no inútiles- con un marcado interés general. Pero me parece incorrecto y totalmente inapropiado mantener el nombre de red social para el sistema cuando solo se utiliza para explotar la insaciable curiosidad humana, para fomentar el cotilleo más burdo, la charlatanería de todo pelaje, las naderías más insulsas y hasta las tonterías más absurdas. Cabe todo en las redes que contienen tales características y servicios. Triunfa la cultura de la vacuidad.

Reitero que no pretendo cargar contra las redes sociales. El papel que desempeñan actualmente las redes electrónicas es incuestionable. Hasta tal punto que incluso reconocidos expertos de la comunicación social no han dudado en otorgarles unos determinados valores periodísticos. Sobre este punto, no obstante, uno quisiera aportar un matiz con el ánimo de evitar confusiones e introducir una distinción que estimo esencial. En contra de la opinión que suscriben numerosos especialistas, un servidor sostiene que las denominadas redes sociales no pueden considerarse en puridad unos nuevos medios periodísticos. Son, en todo caso, meras herramientas que facilitan el ejercicio del periodismo, un ejercicio que, también en puridad, solo los profesionales del sector pueden desarrollar con suficientes garantías de solvencia periodística.

Se dispone del instrumento, pero la responsabilidad y el nivel de formación continúa en manos del usuario. En este sentido, todo periodista se supone que trabaja con una permanente actitud vigilante sobre el lenguaje. Una de sus obligaciones es, por tanto, la de no incurrir en faltas de ortografía en su tarea profesional. Claro que la ortografía y la gramática no son materias exigibles únicamente a escritores, profesores y periodistas. Se trata de que se implique todo el mundo y de que se cumpla con la normativa vigente.

Si insisto en el asunto de la ortografía es porque últimamente han sido muy comentados unos fallos ortográficos cometidos por un funcionario de Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, y Belén Esteban, cuya ocupación laboral conocida es la de tertuliana de televisión. En una carta que Aguirre remitió a profesores madrileños -se supone que transcrita por uno de sus funcionarios- había un montón de faltas. La sorpresa fue mayúscula. También se han detectado unas faltas imperdonables en la cuenta de twitter de la segunda. Aguirre es licenciada en Derecho y Esteban estudió Educación General Básica, según consta en sus respectivos currículos. Es comprensible que Esteban incurra en abundantes faltas ortográficas, no así en el caso del funcionario. Más allá de la formación educativa recibida e incluso de la popularidad con que la tertuliana se ve arropada por miles de ciudadanos, quizá sería aconsejable que el funcionario de Aguirre y Belén Esteban se matricularan en una escuela de adultos para actualizar sus conocimientos de la lengua castellana, sus normas gramaticales. O quizá habría que recomendarles la lectura de la "Nueva gramática básica de la lengua española", obra publicada por las veintidós Academias de la Lengua (la de España y las de América y Filipinas) y que puede adquirirse por 13,50 euros en la edición de bolsillo de Espasa. Se evitarían así nuevos episodios propicios para la chanza y el cachondeo.

Por mi parte, confieso que siempre me reprocho mi imbecilidad -lo paso fatal- al cometer faltas elementales en mis artículos, y mucho más al verlas impresas cuando el fallo, por despiste o por ignorancia, es ya incorregible y no tiene remedio. Y que conste asimismo que siempre lamento descubrir faltas en escritos ajenos. Resulta sencillamente penoso que tantos miles de usuarios de las redes electrónicas se olviden de la gramática, que no la respeten ni nunca la tengan en cuenta en sus comunicaciones.

Penoso, sí. Pero en el caso de Belén Esteban, para mí es más descorazonador el hecho de que hoy por hoy tenga en twitter casi 140.000 seguidores registrados, cerca de 140.000 personas interesadas en conocer lo que hace, declara o escribe esta señora, y a las que hay que sumar los miles de telespectadores pendientes de su palabrería televisiva. Será que la cultura de la vacuidad no admite freno alguno en su expansión. Triste, muy triste.

Y no parece que la situación vaya a cambiar. Sé que exigir menos redes de la tontería y más redes realmente educativas (para que no se reduzcan las inversiones en educación y para que no se destroce al menos la gramática) es pedir peras al olmo. Esta es, a mi juicio, la otra gran crisis en la que se hallan atrapadas miles de personas y de la que por desgracia tampoco consiguen salir. Lamentable, muy lamentable.