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Uno tiene las archidiócesis culinarias de los asados muy visitadas, y para otoño- invierno, pocas cosas habrá por esos fogones del buen yantar que le puedan quitar protagonismo a un lechazo o a un cabrito al horno de panadero o a un gorrinillo o mamoncete de entre los 3 a 4 kilos de peso, como los preparan en Segovia o Pedraza. Pero este gastrónomo es culo de mal asiento y de antiguo le ha puesto empeño en llevar de la mano viajes y gastronomía. Todo ello además unido por una curiosidad desbordada, aunque les confieso que, precisamente por esa curiosidad, no han sido pocas las veces en que hemos probado platos tan absurdos como rematadamente malos. Otras veces, la curiosidad culinaria ha sido recompensada con una comida inolvidable.

Un servidor ya es sabedor que la carne, desde que se sacrifica al animal hasta que la tenemos emplatada en la mesa, pasa por bastantes manipulaciones. De hecho, siempre tuve para mí que la gastronomía de la carne es el arte de camuflar cadáveres. Quizá la carne menos trabajada en la cocina sea aquella que se consume cruda o casi cruda: sushi, el steak tartare, el carpaccio o el cebiche peruano entre otras, bien entendiendo que algunas de estas técnicas son para pescado o marisco y otras para carnes terrestres.

Recuerdo que la primera vez que comí en Menorca carne cruda fue en el comedor de Mongofra, invitado por don Fernando Rubió. La invitación me vino de la mano por un libro mío que terminaba de publicar. Aparte de aquella experiencia, en esas trashumancias de no parar quieto, de un ir y venir de la ceca a la meca, todo eso me ha puesto siempre muy a la mano el ir probando platos, unos, como ya dije, ilustres, otros en la pura indigencia del arte de los fogones, y por ello de lo aceptable gastronómicamente hablando.

Hace tres o cuatro años, en el Club del Contribuyente de Alcalá de Henares, en una estupenda cena con unos amigos, degustamos un carpaccio de carne de canguro, quizá un punto pasada de cebollita picada, pero en su conjunto estaba aceptable considerando además que la carne de canguro, para ser sabrosa, debe estar poco hecha. En este caso estaba completamente cruda. He comido carne de canguro de varias maneras y tengo que decirles que, personalmente, no la encuentro especialmente sabrosa.

Esa moda o manía que nos ha dado por comer carne cruda o poco cocinada se veía venir. Al fin y al cabo no es otra cosa que volver a nuestros ancestros, a nuestro primitivismo más naturista, incluso más telúrico, ya que la carne cruda no sufre grandes transformaciones, si acaso un corte especial y un suave aliño, una sutil maceración, y según el cocinero a veces ni siquiera eso.

He visto en más de un hogar que al preparar albóndigas después de tener la carne, el ajo y el perejil, algunas amas de casa se comen una albóndiga, así tal cual, cruda, simplemente con ajo y perejil. Por cierto, a mi hija Arantxa le encanta.

Algunas carnes aceptan mal, por ejemplo, el tratamiento del steak tartare, el sushi o el carpaccio porque son carnes que exigen la mortificación previa del faisandé, a veces prolongado, técnica francesa para las carnes de caza, especialmente para la becada. Personalmente no estoy de acuerdo con el faisandé prolongado más allá de 5 días porque puede haberse iniciado el peligroso intrusismo de las toxinas. Por esa razón, estas carnes de caza deben ser guisadas, crudas pueden ser tóxicas además de haber perdido la exigencia de la frescura fundamental e irrenunciable en platos de carne cruda.

Por cierto, en eso de las comidas raras déjenme hacer un inciso, el gastrónomo acaba de llegar de viaje, donde en un curioso mercado nos sorprendió un producto cárnico tan pueril como el salchichón. Lo tenían de carne de cerdo y queso, otro estaba curado en ceniza, un salchichón muy singular tenía carne de vacuno mezclada con higos secos, pero el más curioso, y luego he descubierto que el menos sabroso, el que preparan con carne de canguro. Compré uno de cada.

Por cierto, eso de las carnes crudas, lo practican aún de una forma curiosa en alguna hacienda de la Pampa argentina, donde los antiguos gauchos ponían un filetaco de carne de vacuno de cerca de un kilo debajo de la silla de montar y después de toda una jornada de trabajo el filete estaba en su punto. Algo parecido al steak tartare de las estepas del Cáucaso.