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Laicos y ateos tienen una auténtica obsesión sexual con y contra la Iglesia católica. Entre los condones y el matrimonio homosexual parece como si la herejía no tuviera otro tema de conversación.

Como si la Iglesia no se posicionara sobre ningún otro asunto, como si no tuviera misiones y misioneros en los rincones más lúgubres del planeta. Como si se hubieran basado en el sexo las enseñanzas del Profeta. Sólo hace falta ver las calles de Madrid estos días para darse cuenta de que las preocupaciones de la Iglesia y de los católicos son completamente otras.

Son jóvenes de todo el mundo celebrando la vida y la esperanza del modo más natural, alegre, profundo y festivo.

No les veo limitados, ni frustrados, ni reprimidos. Les veo contentos, les veo felices. Les veo libres –el gran don de Dios es la libertad– de vivir su espiritualidad, su sexualidad, su vida entera como libremente han elegido, sin que nadie les pusiera una pistola en el pecho.

Les veo conscientes de su humanidad, les veo concentrados en su tensión transcendente, en su mensaje de amor y en su fraternal relación con los demás.

Aunque haya quien tenga dificultades para entenderlo, hay formas muy sinceras, muy profundas y muy intensas de relacionarse con los otros más allá del sexo. Hay formas mucho más interesantes que con la obviedad de los cuerpos.

Estos chicos que atestan las calles de Madrid tendrían que ser escuchados. Estos chicos que no rompen ningún escaparate, ni alteran ninguna jornada electoral ni contradicen ninguna ley.

Estos jóvenes que no le hacen a nadie ningún chantaje; ni mucho menos a una nación entera.

Tenemos bastante que aprender de ellos. ¿No creen? De su capacidad de compromiso, de su capacidad de elegir un camino y de ser consecuentes con él. De su capacidad de humildad y de disciplina.

Es fácil ridiculizarles y andar todo el día con la carraca de los preservativos. Pero si todos los jóvenes de España tuvieran su personalidad y vivieran sus vidas con su sentido del deber y de la responsabilidad no habríamos conocido los charcos donde ahora chapoteamos.

Es fácil acusar a Benedicto XVI de encubrir a los pederastas. Pero no recuerdo a ningún líder político ni social, ni intelectual, pidiendo perdón de un modo tan inequívoco, sentido y extenso. No recuerdo a ningún líder mundial con la valentía y el coraje que mostró este Santo Padre desmantelando a los Legionarios de Cristo sin que le temblara el pulso lo más mínimo.

Es fácil acusar a la Iglesia de la propagación del sida en África. Mucho más fácil que chequear las cifras para comprobar que los países africanos con más porcentaje de católicos (Guinea Ecuatorial, 94,16%; Seychelles, 85,19%) son los que menos enfermos de sida tienen (3,4% y 4% respectivamente) y aquellos países con menos católicos (Suazilandia, 5,35%; Botsuana, 4,94) son los que cuentan con un mayor porcentaje de población infectada (38,8% y 37,3%, respectivamente).

Tendríamos escuchar a estos jóvenes. Están diciendo algo fundamental, algo que en cierto modo hemos perdido.

Antes de hacer burla de ellos piensa si tu capacidad de entrega se puede comparar a la suya, si tu generosidad ha dado algún fruto comparable a los que ha dado la caridad que ellos practican con tesón y ternura; piensa si has sido capaz, alguna vez, de su fidelidad, de su integridad.

Ellos son la revolución permanente de Cristo y han hecho mucho más por la Humanidad que tanto chuflón con ínfulas que cree que con sus pancartas va a cambiar el mundo.