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El pasado 21 de julio fallecía a los 96 años de edad este cardenal de Bielorrusia, tras una vida colmada de trabajos y sufrimientos por mantenerse fiel a la fe y esforzarse en que su pueblo custodiara su adhesión a Cristo y a la Iglesia católica en medio de las persecuciones del régimen soviético. Era impactante verle en el año 2004 esforzándose por mantener su estabilidad de anciano junto al beato Juan Pablo II, ya rendido por la enfermedad, compartiendo sin duda ambos el recuerdo de sus respectivas experiencias de los duros tiempos de prueba por los que había transcurrido su labor pastoral.

Bielorrusia, o sea, la llamada Rusia Blanca es un territorio enclavado entre nacionalidades muy diversas como las naciones bálticas, Polonia, Ucrania y el imperio ruso. Esta situación geográfica hizo que la nación, después de haberse librado de las invasiones de los tártaros gracias a los pantanos y dunas de su parte oriental, durante siglos formara parte del ingente estado Polaco-Lituano y que finalmente quedara sometida a la dominación soviética. Conservó siempre su cultura y su religiosidad eslava, pero marcada por importantes préstamos espirituales de cultura recibidos del mundo occidental, todo lo cual queda bien reflejado en el arte y la piedad de sus iconos, así como en la fidelidad católica de gran parte de la población. En el recién fallecido cardenal bielorruso se reflejan elocuentes testimonios de ese catolicismo que, habiendo sufrido grandes pruebas, ha sabido mantenerse siempre fiel a sus raíces.

Kazimierz, o sea Casimiro, Swiatek nació en Walga, población que formaba parte de la administración apostólica de Estonia, el 21 de octubre de 1914. Sus padres le transmitieron la fe cristiana aún en medio de la persecución que siguió a la revolución rusa de 1917. En ese ambiente familiar se forjó el espíritu de este futuro cardenal. Fue ordenado sacerdote el 8 de abril de 1939, incardinándose a la diócesis de Pinsk en Bielorrusia.

Él mismo recordaba los inicios de su vida de sacerdote con estas palabras: «Puedo decir que sólo por unos meses tuve una vida sacerdotal normal, o sea, esa sobre la que se escribe en los manuales de teología pastoral». En efecto, fue arrestado en 1941 y enviado a la cárcel de Brest por el supuesto delito de espionaje, tal como se acostumbraba actuar contra el clero católico. Después de varios interrogatorios por parte de la autoridad comunista, la condena a la pena capital parecía inevitable. Pudo, sin embargo, escapar de la prisión en medio de la confusión creada por la invasión de los alemanes, pero fue de nuevo arrestado el 18 de diciembre de 1944. Estuvo encarcelado hasta el año siguiente y luego fue condenado a diez años de trabajos forzosos en los gulags de Siberia. Resistió al frío inclemente y a las condiciones de extrema dificultad quizá por la fortaleza de su complexión y sobre todo por su confianza en la divina bondad que le infundía ánimos, confianza y fortaleza que él trataba de trasmitir a sus compañeros de cautiverio.

Uno de sus recuerdos más emotivos fue el de una noche de Navidad en que a escondidas celebró la misa con un grupo de diez presos católicos. Unos guardianes se apercibieron de esta celebración clandestina; pero él entonces en vez de azorarse por temor del castigo que le esperaba, con toda naturalidad invitó a aquellos hombres a participar en la Eucaristía en una noche tan señalada… Y, cosa maravillosa, ¡ellos aceptaron la propuesta!

Al cumplirse los años de condena, en 1954 pudo regresar a su diócesis de Pinsk, y dedicó todos sus esfuerzos a sostener la fe de los cristianos y a mantener en lo posible la acción de la Iglesia en ese país que nunca quiso renegar de sus creencias. Juan Pablo II en 1991 le designó arzobispo de Minsk-Mohilev y le creó cardenal en 1994. El instituto Pablo VI de Brescia le concedió en 2004 el título de «fidei testis» (testigo de la fe) que le entregó el papa Juan Pablo II. Al producirse ahora su fallecimiento, Benedicto XVI se ha expresado diciendo: «Recuerdo su testimonio valiente de Cristo y de la Iglesia en tiempos particularmente difíciles, así como el entusiasmo manifestado tras contribuir al camino de renacimiento espiritual de su país».

Un icono de Bielorrusia, que formaba parte de una exposición que a finales de 1999 fue llevada a Menorca, muestra a la Virgen como Hodiguitria, palabra que significa «la que muestra el camino», o sea que nos indica a Jesús, que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). A sus lados están la santa mártir Natalia y el arcángel san Rabel, el que acompañó a Tobías por un largo y peligroso camino. Se trata de símbolos muy apropiados al «renacimiento espiritual» de Bielorrusia indicado por el Papa, al que tanto contribuyó el difunto cardenal Sviatek: