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Se equivoca probablemente quien suponga que la estulticia y la avilantez de la clase política española tiene un límite: a juzgar por lo que casi toda ella ha perpetrado este verano en relación a la Sanidad Pública, no lo tiene. Desde Figueras a Cádiz, un siroco de desmantelamiento y miserabilización de la atención sanitaria recorre España. Tiemble el que enferme en agosto, pues hallar quien le remedie en este paisaje desolador de centros de salud cerrados, especialistas ausentes y camas hospitalarias clausuradas puede suponerle un esfuerzo descomunal, si es que no, en muchos casos, postrero.

El gobierno de Artur Mas en Catalunya ha cerrado "por vacaciones", como se sabe, decenas de ambulatorios, pero en Madrid o en Andalucía las cosas no son muy distintas.

Diríase que ésta crisis artificial que nos azota, consecuencia de una flipante revolución de los ricos, ha extremado en todas partes la muy natural y muy fascista consigna del sálvese quien pueda. ¿Que se gasta un poco de luz y algo en nóminas en mantener los dispensarios abiertos en agosto, y, en general, la máquina del Seguro? Pues se cierran y que se mueran los feos. ¿Que la España doliente (la compuesta por los achacosos ancianos a los que ha ofendido irreversiblemente el tiempo, o por los niños que se accidentan sobre todo en verano o que agarran hasta el último virus y la última bacteria que pasa por la calle) no veranea? Pues que se fastidie y, sobre todo, que no haga gasto ni moleste. Que se espere a septiembre, que ya pondrán Mas, o Aguirre, o Griñán, unos pocos médicos de países exóticos y remotos, abrumados de trabajo, para hacer, como los de aquí, el paripé de echar un vistazo a los pobres y prescribir Dalsy, para cualquier cosa, a los niños pequeños.