En la terraza del bar envejecido, nadie pudo entender aquel inesperado estallido de violencia. Ni cómo, repentinamente, miradas inundadas de amor se habían preñado de profundísimo odio. Él y ella se despidieron de manera abrupta, un minuto después de haberse abrazado con un erotismo sin medida. Susurraron insultos arcaicos treinta segundos después de haberse besado. Huyeron el uno del otro instantes después de haberse acariciado con pasión cinematográfica. Un perro atado a una farola ladró, asustado, ante el rencor surgido de pronto, ese que nacía de la joven pareja; que pululaba por las mesas del establecimiento; que se posaba sobre las calvas de turistas somnolientos, aún, en la mañana recién apuntalada; que acompañaba a algunos borrachos que iban cerrando, que no abriendo, bares… Una señora –típica señora perdida por entre sus soledades, ojos negrísimos y tez anacrónicamente embadurnada de maquillaje en demasía- se preguntaba por qué carajo aquellos dos habían pasado de la ternura al zarpazo más hiriente… Los clientes habían ido llegando… Abúlicos, se habían sentado en su silla de siempre, en su mesa de siempre, fieles a su liturgia tabernaria de siempre… Unos pidieron café y zumo de naranja. Otros, té. Algunos, temblorosos, un gin. Era un pequeño cuadro puntillista; un puzzle improvisado de vida, en el que cada persona era una pieza irrepetible y no repetida. Ella había llegado arrasando. Las trasparencias en blanco de su vestido ibicenco constituían erótico contrapunto a la ropa interior negra que parecía pugnar por hacerse notar todavía más. Lo buscó.
¡Uf!
El estallido
26/07/11 0:00
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