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En la terraza del bar envejecido, nadie pudo entender aquel inesperado estallido de violencia. Ni cómo, repentinamente, miradas inundadas de amor se habían preñado de profundísimo odio. Él y ella se despidieron de manera abrupta, un minuto después de haberse abrazado con un erotismo sin medida. Susurraron insultos arcaicos treinta segundos después de haberse besado. Huyeron el uno del otro instantes después de haberse acariciado con pasión cinematográfica. Un perro atado a una farola ladró, asustado, ante el rencor surgido de pronto, ese que nacía de la joven pareja; que pululaba por las mesas del establecimiento; que se posaba sobre las calvas de turistas somnolientos, aún, en la mañana recién apuntalada; que acompañaba a algunos borrachos que iban cerrando, que no abriendo, bares… Una señora –típica señora perdida por entre sus soledades, ojos negrísimos y tez anacrónicamente embadurnada de maquillaje en demasía- se preguntaba por qué carajo aquellos dos habían pasado de la ternura al zarpazo más hiriente… Los clientes habían ido llegando… Abúlicos, se habían sentado en su silla de siempre, en su mesa de siempre, fieles a su liturgia tabernaria de siempre… Unos pidieron café y zumo de naranja. Otros, té. Algunos, temblorosos, un gin. Era un pequeño cuadro puntillista; un puzzle improvisado de vida, en el que cada persona era una pieza irrepetible y no repetida. Ella había llegado arrasando. Las trasparencias en blanco de su vestido ibicenco constituían erótico contrapunto a la ropa interior negra que parecía pugnar por hacerse notar todavía más. Lo buscó.

En sus manos dejaba casi caer un periódico cuya cabecera no podía verse. Él había salido a su encuentro. Su abrazo se les hizo corto. A los compañeros de tasca, eterno. La envidia era básicamente eso: ver como inextinguible la felicidad ajena. Él dejó caer también un periódico sobre una de las sillas sin gracia y pedigree. No tardaron él y ella en fundirse en un beso y en otro y en otro… Los cafés solicitados aguardaban sobre la mesa número cinco y los rotativos de invisibles cabeceras…

El camarero oteaba. Y la vieja solterona suspiraba, melancólica, odiándolos… Había unanimidad de opiniones sobre los amantes. Un pijo lo exteriorizó: "¡Jolín, cómo se enrollan!" ¡UF! Los zumos de naranja, junto a los cafés, permanecían callados y en silencio, aguardando su inmolación. También aguardaban los dos periódicos sobre las sillas sin historia, vírgenes, con sus cabeceras ocultas… El periódico que había comprado ella; el diario que había adquirido él. Finalizó el encuentro. Se despidieron ante ojos admirados y, a la par, ofendidos por tanto erotismo, por tanta belleza, por tanta compenetración…. Tras un prolongado beso quedaron en verse al día siguiente. Aunque, con toda probabilidad, harían mucho más que verse. Se acariciaron. Ella cogió su diario. Él hizo otro tanto con el suyo.

Se miraron con dulzura. Finalmente un golpe de viento desnudó las cabeceras de los rotativos. Ella leía "Público". Él, "La Gaceta". Se observaron. Ojos ya nuevos, revestidos de sorpresa. Y se produjo el estadillo. Se apartaron el uno del otro. La Guerra Civil Española daba un nuevo coletazo. Ambos se marcharon con su periódico a cuestas, con su ira a cuestas, demócratas, como eran, de toda la vida… En el preciso momento en el que la España noventayochista, la eterna España de la intolerancia negra llegaba a la terraza y, asentada férreamente sobre una silla sin pedigree, le pedía al camarero su diaria ración de sangre fresca…