Desconozco si el dato procede de una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) o de un sondeo de alguna empresa privada especializada en consultar a la opinión pública, preferentemente sobre cuestiones políticas. Para el propósito de este artículo, precisar la fuente es algo secundario. Porque el dato que aquí importa subrayar es el relativo al alto grado de desconfianza que manifiesta la ciudadanía hacia los políticos instalados en el gobierno o en la oposición de las diversas instituciones.
El escandaloso porcentaje de desempleo es el asunto que más preocupa desde hace tiempo a los españoles, apreciación en la que parecen coincidir hoy todos los gabinetes de opinión. Pero últimamente también ha sido muy destacada la clara valoración negativa que se concede a la clase política. Las causas de tal valoración se sitúan mayormente en el descontento por la mala o incluso pésima gestión de la crisis económica, en la arraigada corriente de corrupción que persiste en la vida política y en la serie de continuas y soporíferas trifulcas que protagonizan gobiernos y oposiciones (trifulcas en ocasiones justificadas y muchas veces totalmente innecesarias, a poco que se reflexione sobre su motivación y contenido sustancial). A modo de síntesis, quizá podría concluirse que la mayoría de ciudadanos rechaza de plano la creciente percepción de que los políticos cada vez están más distanciados de las realidades de la calle, de los problemas que verdaderamente inquietan a la sociedad y, por contra, prefieren centrar su labor en atender primero sus intereses partidistas.
Desde ya debo advertir al lector del planteamiento a todas luces erróneo de la anterior exposición sobre un asunto de capital trascendencia para la salud de nuestra democracia. Una interpretación rigurosa de la desconfianza hacia los políticos no puede caer sin más en el terreno de la demagogia. Porque se cometería una tremenda injusticia si se optara de continuo por generalizar o simplificar para arremeter contra la clase política. Una crítica global tampoco se sostiene. No es que uno pretenda salir ahora en defensa del conjunto de los políticos, pero creo que es exigible más seriedad a cuantos periodistas y analistas firman columnas de opinión. En aras del rigor que reivindico, considero que uno de los requisitos esenciales a acatar por los firmantes es la capacidad para saber diferenciar entre las manzanas buenas y las insípidas y podridas que contiene el noble cesto de la política.
Por fortuna, el sistema judicial se encarga de separar y retirar las manzanas podridas de la corrupción, aunque debería ser el propio sistema político el que realizara tal operación. Quizá ello sea factible cuando nuestra democracia pueda exhibir una estructura mucho más vigorosa, cuando articule unos mecanismos de control más eficientes sobre los comportamientos sospechosos y delictivos, cuando decrete la expulsión inmediata de quienes se valen de los cargos para su beneficio personal. Y debería ser igualmente el sistema político el que impidiera la presencia de las manzanas insípidas de la incompetencia, de la clamorosa falta de preparación que muestran muchos políticos y que sin rubor alguno perciben unas sustanciosas retribuciones por desempeñar un cargo público.
Periodistas y comentaristas, por nuestra parte, tendríamos que recurrir con mayor frecuencia a la autocrítica. Para no tropezar una y otra vez en la piedra de la falta de rigor o en la de la descalificación gratuita. Y tener siempre bien presente que en la política hay personas corruptas, cierto, pero desde la consideración asimismo de que la inmensa mayoría de quienes se integran en las instituciones asumen y ejercen sus responsabilidades públicas con total honestidad y con una inequívoca actitud de servicio de la sociedad.
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