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El voto del pasado domingo ha castigado al partido del gobierno, a quien el ciudadano atribuye la responsabilidad sobre la crisis económica. Hay una lectura en clave nacional inevitable a la hora de entender el vuelco en las urnas, las elecciones locales sirven de termómetro fiel de la situación general y la experiencia muestra que con frecuencia anticipan el devenir de las legislativas, interpretación que ha ganado firmeza tras estos resultados. El efecto Zapatero que un día sirvió de estímulo socialista hoy se ha convertido en una rémora, una causa más de la debacle de su partido. Salvo la excepcionalidad política vasca, la ola popular ha alcanzado todo el territorio como expresión clara del cambio que demanda la población.

Ese es el mensaje, claro, sin ambigüedades, expuesto a los nuevos gobernantes en sus respectivos ámbitos, obligados a afrontar los problemas que deprimen a la sociedad de hoy. El Partido Popular ha de asumir que el poder que se ha dejado en sus manos no es sino un medio para poner en práctica políticas de cambio que respondan con satisfacción a esa inquietud, el reto no acaba ganando en las urnas, empieza en ese momento, máxime en una coyuntura que reclama más esfuerzo que nunca y la recuperación de la credibilidad en las instituciones y en sus gobernantes.

La comunidad balear se ha expresado en el mismo sentido, nunca el PP había obtenido tanto respaldo y, en la misma proporción, nunca un gobierno había sufrido tal descalabro. La línea de regeneración y transparencia ofrecida por José Ramón Bauzá ha calado en la fe de los ciudadanos, dispuestos a apostar por la eficacia como contrapartida a la funesta etapa de la política balear marcada por vergonzantes episodios de corrupción. A la fuerza de ese mensaje y el viento a favor que soplaba para el PP, la gestión del Ejecutivo de Antich apenas ha ofrecido resistencia, han sido cuatro años de inestabilidad, liderazgo débil, mayoría insuficiente, con más agitación que gobierno, circunstancias que no han pasado desapercibidas. De repente, la izquierda que gobernaba en todas las instituciones de las Islas, se ha quedado desnuda sin que se haya leído todavía una autocrítica serena sobre tal fenómeno.

Menorca no ha sido ajena a la marea popular que, en el conjunto nacional, ha superado incluso los resultados de 1995, en vísperas de la primera victoria de Aznar. Maó ha registrado el cambio más espectacular, la quiebra de siete mandatos consecutivos de la izquierda con hegemonía incontestable del PSOE, que ha perdido votos y, en particular, la tradicional fidelidad de su electorado, que ha entendido la necesidad del cambio por razones de naturaleza económica y, después de 28 años, razones de higiene política a través de la alternancia.

La mayoría absoluta también da color popular a Sant Lluís y Alaior, en otros tres ayuntamientos ha sido el partido más votado y, salvo que pactos inesperados lo impidan, podrá gobernar. Se intuye una fuerte respuesta sin llamada previa al voto útil, lo que ha redundado también en un fuerte castigo a pequeñas formaciones que hasta ahora habían jugado su papel en coaliciones y acuerdos de gobierno. El reforzamiento del bipartidismo es consecuencia del especial momento de crisis que atravesamos, menos propicio a los matices.