Tumbada al sol, al amparo de la tramontana detrás de la pared y protegida por un viejo chándal, me he acordado del pasado veintinueve de enero, en el que me caí al mar en Calasfonts. Estaba aferrada a un mástil de optimist intentando que con el oleaje no chocara con los otros, había finalizado una regata y los niños llegaban cansados después de haber pasado el día en el mar, venían con ganas de acabar cuanto antes. Bueno pues, en una sacudida me caí. Ese día llevaba una falda corta y unas botas de caña alta, además de las tres o cuatro capas de abrigo habituales en mí, durante el invierno. La impresión del frío fue tremenda y la sensación del peso de la ropa que no me dejaba bracear, horrible. A duras penas alcancé el muelle entre barcos, aturdida por el frío y asustada por las miles de medusas que flotaban alrededor. Allí había un chico que me indicó que le diera la mano y en un momento me izó como si fuera un alga un poco molesta. Con un "¿estás bien?" que no pude contestar por el castañeo de dientes, provocado por los ocho o nueve grados de temperatura ambiente que había ese día, me mandó a casa a darme una ducha caliente. Aunque lo peor fue pasearme hasta el coche de mi hermana por delante de papás, mamás y curiosos –de los que estaba lleno el muelle a esas horas– rezumando agua salada a cada paso que daba. Mirándolo del lado positivo todo el mundo se rio mucho a mi costa.
Oiga, ¿es el cielo?
23/05/11 0:00
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