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Se había jubilado prematuramente. Lo habían jubilado, quizás, prematuramente… Dudaba… La única evidencia que tenía al respecto era ese sabor agridulce del que no podía desprenderse. La sensación, inequívoca, de que treinta años de lealtad no habían sido suficientes para conquistar la estima de la empresa… Y en esas estaba cuando recibió la propuesta… Le concedieron veinticuatro horas… La respuesta no podía posponerse más allá de ese corsé temporal. Llevaba ya veintitrés, sopesando los "pros" y los "contra", metido a Robinson Crusoe… Pensó que el número tres en una lista netamente ganadora era algo por lo que algunos matarían…

Se sintió, nuevamente, halagado. Y emprendió su particular calvario, intentando dar contestación a las interrogantes que la conciencia le iba escupiendo. Sabía las respuestas. Siempre se sabían, aunque rara vez se aceptaban… Recordó, sin saber muy bien por qué, a aquella tía solterona que había ejercido de segunda madre Y recobró la imagen de aquellos diminutos dedos inundados de perpetua ternura que hojeaban las páginas de un envejecido devocionario. Él, entonces, callaba, porque sabía que ella efectuaba su examen de conciencia previo a la confesión, siguiendo el interrogatorio que el manual le obsequiaba. Lo suyo, ahora, era algo parecido… En el caso de aceptar su inclusión en la lista electoral, ¿lo haría con vocación de servicio a la comunidad o, por el contrario, movido por el afán de poder o de notoriedad?

En la calle, el Carnaval dibujaba calles esperpénticas, pobladas por criaturas extrañas que habían mudado de personalidad y comportamiento. Iban y venían en zarabanda frenética, vestidos de otros, convertidos en otros…

En el caso de aceptar –continuaba- , ¿estaría realmente preparado para gestionar el área que le asignaran? (En ese momento cayó en la cuenta de que no sabía cuál sería, no se lo habían dicho). Y en el caso de que se produjera un enfrentamiento entre la disciplina de partido y su conciencia, ¿por cuál de las dos optaría? ¿Sabría dimitir, si se terciara?

Miró el número de teléfono. Acto seguido se detuvo en el envejecido reloj. Quince minutos en la recámara… ¿Seguiré siendo el mismo? – se preguntó- ¿Seré capaz de predicar con el ejemplo? ¿Me importará, realmente, la gente? Y en el caso de que caiga en la oposición, ¿mantendré la ilusión y mis ansias de trabajo?

¿Me dejaré llevar por el favoritismo? ¿Tendré el coraje de apoyar iniciativas justas cuando las presenten mis oponentes? ¿Renunciaré a parte de las retribuciones económicas de manera solidaria? ¿Mantendré la objetividad? ¿Seré fiel a la verdad? ¿Preservaré mi capacidad de reconocer los errores y de disculparme por ellos? ¿Me dejarán obrar en conciencia?

Miró nuevamente el reloj, herencia de una infancia feliz y, al hacerlo, revivió todas esas lecciones éticas que de manera caótica había ido recibiendo, constantemente, por aquellos fantásticos seres que habían habitado todas las estancias de su niñez: sus padres, sus abuelos, sus tíos y tías –especialmente esa que optó por la soltería antes que por la renuncia a ese amor que fue correspondido sólo desde la mentira-. Y depositó ese intangible legado en un platillo de la balanza. En el otro, aquella miel puesta en los labios: los elogios, la importancia de su figura, la dedicación exclusiva… La miel, pero también la hiel: la inexistencia de una libertad de voto…

La calle seguía vestida de Carnaval. Las calles solían estar así siempre vestidas. Cogió el auricular. Marcó el número…
- ¿Y? – te pregunta Roig-
- La respuesta no fue, sin duda, la esperada…