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Me levanté de buen humor aquel día; y fue el de mi ingreso hospitalario –justamente el de mi ocaso–. Me había pasado toda la vida trabajando, incluso haciendo dos trabajos; más de lo necesario para los gastos que tenía controlados. Hice el trabajo de dos personas, con el consiguiente perjuicio comunal. Dos ciudadanos, o dos familias, habrían podido vivir si yo no hubiera ocupado dos puestos de trabajo.

Aquella tarde –la de mi ingreso– no me sentí bien. Sin razón aparente y por aquello de que las personas solemos pensar, se me ocurrió reflexionar que mi vida había sido un fracaso. De joven decidí no estudiar, prefería no esforzarme si no me iban a pagar. Me profesionalicé. Hice todo lo bueno posible para ganar dinero –cuando debía haber estudiado y cooperado con el nivel bueno–. Fui tensor de muelles de campa, mojador de manzanas, espía de adulterios, limpiador de fosas y perros, buscador de muelas. Me di cuenta que –con el dinero– podía tener, si no un espíritu ganador, al menos uno no perdedor.

Encontré empleo en una fábrica de polvos de maquillar cadáveres; y casi a la vez otro que prefiero no mencionar por peculiar. No me importó hacer 16 horas diarias y matarme a trabajar –sin pensar en cómo estaría a los 56 años–. Lo único que quería era ganar dinero, y nunca tuve clara esa obsesión. Por preocupación, desolación, acumulación de capital; o porque temía lo que me pudiera pasar y creer que me iba a salvar. O que me trataran de señor y respetaran y admiraran.

Hice todas las cosas que me aconsejó el Gobierno. Y lo que la humana inteligencia entiende sobre la fábula de la cigarra y la hormiga. Contraté seguros de vida y defunción, tarjetas visa e ida; seguros de enfermedad y genital, créditos y débitos, pólizas para palizas de noche, asesoría legal; acciones en la empresa, regreso a la miseria, bonos de carretera, seguros de avión, otro contra la huelga del controlador, circulación por autopista; descuento a la risa, acciones y reacciones, previsión de inflación, adulteraciones alimenticias, pérdidas de dientes, contra el amor indecente, cristales rotos, cacas de paloma, contra-stress; en fin, contra todo...

Para que mis vecinos no dijeran y mal pensaran me busqué una ong conveniente de participar en la obligada solidaridad nacional. Que maldita la gracia... No quería que pensaran que todo era un proveerme sin pensar en los demás. La ong era la cara bonita de mi egoísmo; su cura. Y que los demás dijeran que tenían un corazón que llegaba hasta la estratosfera. Que no todo era prever sino, ¿algún día?... Una dádiva para alguien pobre y que no se atreviera a sembrar, fuera que el planeta fuera a reventar. Busqué una ong que me garantizara la tranquilidad de "lo mío" y que fuera a llegar. Y sus militantes no estuvieran cerca tampoco; y menos la persona objeta. No por lo que piensan –pedirme más– sino por humildad. Para yo ser un ser muy poco gastador –en normal contexto diría que, tacaño– gasté poco. Y en realidad demasiado. Mi único gasto –o gusto– fue comer (o morir), y mi único placer asegurar la vida. Tenía libretas para hacerme con regalos y cambié planes de pensiones para beneficiarme de algo. Me hice con vajillas de gasolineras, colecciones de plantas de Suecia, cajas de cerillas, cerámica de China. Tanto que me faltó casa para guardarlo.

* * *

El caso es que a las ocho de la noche –la de mi ingreso– empecé a creer que mi vida había sido un caso y que me había pasado sin disfrutarla. Trabajar y trabajar. Cine, teatro y ópera me fueron vagos. Tiendas a 100 y ropa de diez chavos.

A las nueve empecé a tener un mal presentimiento y a las diez la primera sensación de agotamiento. Ya sabía que habiendo hecho dos trabajos, más pequeños negocios, y horas extra y otras de noche, nada de navidades, y menos fiestas, nada de vacaciones ni juergas; habías ganado mucho pero perjudicado a otros que no tenían –ni tan siquiera– trabajo. Tuve un sentimiento de culpa; y si no me produje úlcera fue porque la prima aún no estaba abonada. Ni hijos, ni perros, ni bono para el baloncesto. Nada.

A las once ya me encontraba fatal, casi en el fin; y con mucho dinero.No sé porqué pensé que debía testar. Y vi que no tenía a nadie. Recordé que mi vida había sido ganar y ganar; y asegurar hasta las canas. Pero se me había olvidado gozarla.

A las doce llegó una ambulancia y se me llevó. Bajó una enfermera bonita y pensé que era demasiado viejo para ser feliz. En lugar de haberme casado con el dinero podría haberme casado con una mujer de corazón bueno. Pero ya era demasiado tarde. La miré.
– ¿Dónde le llevo? –dijo.
– Si por mí fuera –contesté– con usted... Pero lo justo, lo honrado, lo que he buscado y hasta provocado es, el cementerio.
– Sea, pues –escuché.

Y así pasó mi vida. Procuré preverlo todo, y sobre la camilla la bolsa para vaciar mi vejiga me decía que sí lo había hecho, menos disfrutar.