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La revolución no la hacen las ideas sino el hambre. Así lo entendió y lo explicó magistralmente Hannah Arendt, una pensadora alemana de origen judío que salvó sus huesos de la quema nazi en el exilio estadounidense y, para provecho de la humanidad, salvó también su cabeza. Viene la cosa a cuento del sentimiento romántico y solidario que inspira estos días la revuelta ciudadana que se ha producido en Túnez y Egipto entre expectativas de que genere un movimiento general de revolución. No es la demanda de cambio político lo que ha echado a la calle a las masas de ciudadanos, sino la miseria que sufre la mayoría mientras una minoría se enriquece sin reparos.

A la palabra revolución hay que darle la dimensión semántica, social y política que le corresponde. Parece justo pensar que algo de suficiente calado se mueve en la otra ribera del Mediterráneo para cambiar las estructuras y alumbrar una nueva sociedad, que no significa que vaya a ser necesariamente más justa. Si todo va a seguir más o menos igual con el cambio de dirigentes pero las mismas desigualdades, se habrá producido un gran timo como ocurre casi siempre que se apela a las ideas desprendidas de la realidad soberana.

Aquí, ante la proximidad de las elecciones alguien hablará de la necesidad de provocar una auténtica revolución. No se fíen, en realidad están pensando en la revolución de su nómina.