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Un mes bien repartido entre Madrid, Salamanca y Pamplona me ha permitido gozar del que para mí es uno de los mayores placeres de esta vida: El tapeo. Según el diccionario tapear consiste en tomar tapas en un bar o local similar. Para mi es mucho más que eso. Tapear es reunirte con los amigos de la infancia, pasear lentamente en un suave atardecer mientras se habla de lo divino y humano, rememorar tiempos pasados y antiguas ilusiones, algunas realizadas y otras muchas frustradas, comprobar el paso implacable del tiempo y de tanto en cuanto hacer un alto en el camino para degustar algunas de las innumerables y magníficas tapas existentes en este bendito país. Mollejas al ajillo, sesos a la romana, oreja a la plancha, morro rebozado, choricitos al vino, pimientos del piquillo rellenos y rebozados, medallones de solomillo al whisky, cazuelita de bacalao al ajo arriero, cazuelita de callos a la madrileña, cazuelita de cordero al chilindrón, y para completar este via crucis tan especial una tapa de queso viejo manchego o del Roncal. Como en tantas ciudades españolas, las tres citadas constituyen un auténtico paraíso para poder practicar esta estupenda cultura: La cultura del tapeo, desgraciadamente inexistente en esta hermosa isla. Está claro que en la vida no podemos conseguir la felicidad total.