Se antoja difícil un debate serio sobre la necesidad o no de reformar el Estado autonómico si, de entrada, se califica de carca al que disiente de ese reparto regional del poder político que, lejos de descentralizar el Estado, lo multiplica, lo atomiza y lo aisla del ciudadano, quien, por lo demás, no recibe de él mejores servicios y prestaciones, ni, desde luego, un trato más benigno ni respetuoso. Aquí, como en el caso de las traducciones simultáneas del Senado, lo de menos es, aun siendo cosa relevante, el gasto, pues las cosas buenas tienen un precio, sino lo que se obtiene de justicia, atención, progreso o comodidad a cambio de él. Si lo que comúnmente se percibe de las autonomías actuales es el dispendio que suponen, es que algo no funciona, o casi todo, en este absurdo sucedáneo de República Federal que multiplica por 17 los chiringuitos, las prebendas, las colocaciones y los privilegios de la clase política, de sus amigos, correligionarios y parientes, sin que la vida de las personas experimente con ello, en general, una mejoría.
Al margen
Muchas autonomías y pocas nueces
22/01/11 0:00
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